La gente está preocupada por problemas acuciantes: la falta de dólares, el mercado negro, las colas para adquirir diésel y gasolina, y la inflación de los precios de los alimentos, que se acerca al 20%. El aumento es aún mayor en los alimentos importados. Los candidatos de oposición aseguran que estos serán los problemas prioritarios a resolver. Algunos prometen hacerlo en 100 días; otros aseguran que el dólar volverá a 6,96 bolivianos; unos más proponen estabilizar los carburantes en 5 bolivianos, mientras otros prometen importar diésel a 4 bolivianos. No hay certeza de que puedan cumplir esas promesas.
Si llegan al gobierno y no lo hacen, el electorado volverá a desencantarse de quienes prometen y no cumplen. Quizá las promesas electorales deberían ser más sensatas para no desilusionar a la gente, pero los candidatos insisten en que, si no se promete el cielo, no se ganan elecciones.
Sin embargo, los electores también se vuelven insensatos antes de las elecciones. Exigen todo a los candidatos o critican diciendo que nadie ofrece algo distinto a lo hecho por el MAS en casi 20 años, una exageración. Les piden que Bolivia abandone el modelo extractivista, que no se exploten materias primas, que se industrialice de manera moderna, que haya mejores carreteras, que no se eliminen los subsidios a los carburantes, que se formalice a los informales, que se generen millones de empleos y que todo trabajo sea digno. Exigen unidad a los candidatos de oposición, pero cuando algunos se unen, los critican por ser parte de la “vieja política”. Quieren renovación, nuevas caras, pero con experiencia.
Candidatos y buena parte de la población no abordan temas igualmente acuciantes. No hay suficiente enojo ante la corrupción, que parece haberse normalizado, y muchos críticos conviven con corruptos. Tampoco hay indignación por la existencia de una republiqueta sin ley, donde el Estado no tiene presencia. Se reacciona poco frente a la violencia del Chapare, la expansión del narcotráfico o el contrabando, que se celebra como fuente de riqueza.
Un problema mayor, como la salud, apenas genera ruido. En Bolivia, enfermarse está prácticamente prohibido: no hay hospitales públicos suficientes; los pocos que existen carecen de rayos X, tomógrafos o resonadores magnéticos. Los enfermos deben hacer colas de 24 horas para obtener una ficha de atención y esperan años para una operación. En el área rural, los hospitales son inexistentes, y las postas médicas carecen de infraestructura, insumos y tecnología.
La educación también es pésima. No solo hay mala infraestructura, sino también maestros deficientes: leen poco, no acceden a la tecnología, son analfabetos digitales. La enseñanza, bajo la nueva reforma educativa, no forma ciudadanos, sino que adoctrina con ideas políticas obsoletas.
Ni candidatos ni ciudadanos reclaman por la falta de acceso a la inteligencia artificial o por la necesidad de adaptarnos a la digitalización. No hay indignación ante el uso desmedido del poder, la impunidad de pedófilos y estupradores, ni ante un aparato estatal plagado de ignorancia y clientelismo.
La ética ha desaparecido de la política y la vida cotidiana, pero nadie protesta por ello. Tampoco hay conciencia sobre el contexto internacional. Nos creemos el ombligo del mundo, ignorando por qué unos países avanzan mientras nosotros seguimos atrasados.La reflexión antes de las elecciones no corresponde solo a los candidatos, ni menos a un gobierno corrupto, autocrático e ineficaz. La ciudadanía también debe pensar y gritar ante tantos problemas. Aunque la gente priorice su bolsillo, son tiempos en los que también duele el alma.