Quizás el espejo, antes que el escenario, les ofrezca una lectura sagaz de esas realidades o falencias que la oratoria intenta modular, pero que “la cara” desnuda sin denuedo ni clemencia.
Brújula Digital|18|08|25|
Mauricio Antezana
Que cuando las personas comunicamos lo hacemos integralmente, mediante sonidos, palabras, cara, órganos, gestos, cuerpo, movimientos voluntarios o no, y por medio de nuestras actitudes y otros recursos o herramientas tangibles e intangibles de los que echamos mano, es algo que el más “científico” de los saberes lo tiene ancestralmente comprobado, el sentido común.
Aquí quiero compartir una derivación de lo dicho, así que voy a tratar de resumirla y, luego, de argumentarla en forma breve y sencilla.
Aunque la comunicación humana precede siglos a su estudio académico, las interpretaciones teóricas sobre su sentido, alcances y modalidades abarcan campos tan diversos como la filosofía, la teología, las ciencias exactas, la psicología y las neurociencias. Desde la antigüedad clásica, su análisis transdisciplinario ha buscado no solo interpretarla, sino a partir de su estudio también predecir y, en nuestros días, incluso programar el futuro, inteligencia aumentada mediante. Como proceso dinámico, la comunicación sigue siendo un objeto que, por sus misterios y obviedades, azuza la curiosidad y la urgencia de desentrañarla y gestionarla en cada época.
Uno de los debates recurrentes sobre la comunicación humana gira en torno a si todo acto comunicativo es siempre deliberado e intencionado. Hay quienes sostienen militantemente esta postura; otra corriente, igual con argumentos sólidos, defiende que la comunicación es ante todo un acto automático, autogenerado. Aquí, evito entrar y ser parte de esa controversia tan antigua, y me permito proponer esta hipótesis más bien ecléctica: la comunicación es un acto sincrónico en el que intervienen dos partes, y es a la vez voluntario como involuntario, pero es la faceta no deliberada la que se manifiesta pertinaz, de modo inevitable en todo intercambio comunicativo.
Está resonando en mi cabeza lo que me dijo anteayer una compañera de trabajo: “Yo no puedo mentir, mi cara me traiciona”. En esa frase, tan común por lo tanto incontestable, hay un sinfín de significaciones y complejidades: 1) ¿Por qué mentir? 2) ¿Por qué mentir si sospechas o sabes que tu cara te desmiente? 3) ¿Pero, por qué tu cara te desmiente? ¿Quién o qué la gobierna si no eres tú? 4) ¿Tiene tu cara voluntad propia o, a pesar de tu intención de mentir, tu cerebro genera una contraorden repentina que termina revelando la falacia?
Eludo por ahora los rumbos a los que esas preguntas nos conducen; en otros textos los abordaré. Me quedo con la médula del asunto que las provoca y que nos dice a gritos: si tu cara te desmiente, es porque lo que voluntariamente quieres comunicar choca con una pulsión que tu cuerpo revela. Esta transparencia inherente, tan genuina en los bebés, puede manifestarse de forma notable en adultos como en el caso de mi atribulada colega, cuya expresión facial desnuda la falacia más allá de todo esfuerzo verbal.
La experiencia de mi amiga es un eco de las profundidades de la comunicación humana: que los mensajes que emitimos revelan más de lo que pretendemos. Su rostro, al “traicionar” su intento de mentir, confirma una constante: nuestra incapacidad de no comunicar.
En Bolivia, el escenario político ofrece un laboratorio fascinante que veremos reproducido después de las elecciones generales, cuando nos toquen las subnacionales. Quienes estudiamos la comunicación, pero principalmente el electorado que atestigua día a día a través de medios digitales y medios tradicionales los difíciles equilibrismos de quienes claman por su voto, tenemos servida la ocasión de analizar, especular y concluir, incluso con humor o mordacidad, cómo lo que buscan callar o disimular con palabras, sus rostros lo espetan pública y campantemente, sin rodeos. E incluso cuando intentan proyectar un mensaje en fondo y forma bien estudiado, su mirada, un gesto, el tono o el carácter se encargan de desmentirlo en forma simultánea.
Esta constante emisión de mensajes, como vemos voluntaria e involuntaria y las más de las veces intrínsecamente contradictoria, nos remite a uno de los axiomas fundamentales planteados por Paul Watzlawick de la Escuela de Palo Alto, en su obra seminal, Teoría de la comunicación humana: “no se puede no comunicar” (Watzlawick y otros, 1993).
La vivencia de mi colega y la, sin duda, impaciencia de quienes están candidateando en el país son un vivo ejemplo de que la comunicación es un campo lleno de intenciones pero, a la vez, de revelaciones que van más allá de nuestra voluntad. Nos desafía a interrogarnos qué control real tenemos sobre nuestros propios mensajes, y cómo lo que callamos, ocultamos, falseamos o ignoramos también habla por sí mismo, revelando una realidad que no quisiéramos evidenciar.
Quienes hoy transitan protagónicamente por el agitado escenario electoral en Bolivia ya lo saben y los próximos lo harán bien al recordar esta premisa: que el mensaje más elocuente a menudo emerge donde la voluntad no lo planea. Quizás el espejo, antes que el escenario, les ofrezca una lectura sagaz de esas realidades o falencias que la oratoria intenta modular, pero que “la cara” desnuda sin denuedo ni clemencia.
Mauricio Antezana Villegas es docente universitario.