Conocí a René Zavaleta a fines de los años 60 en la UMSA. En ese tiempo charlé muy poco con él, yo era estudiante de la Facultad de Economía. Para nosotros, los jóvenes, él o Marcelo Quiroga eran unos gigantes de la política, nos sonrojábamos al conversar con ellos. Eran épocas en que esperábamos ansiosos para que saliera algún escrito de Zavaleta, de Almaraz o de Quiroga Santa Cruz.
Fue en Santiago de Chile en 1972 –yo llegué allí exiliado durante la dictadura de Banzer– donde pudimos hablar un poco más. Él era un político y escritor reconocido y yo un joven exiliado, estudiante de maestría en Escolatina, interesado en temas sociales y políticos. Pero no era su amigo.
En septiembre de 1973, a pocos días del golpe de Pinochet, momentos en que todos nos encontrábamos huyendo de los militares, me lo encontré en una de las calles céntricas de Santiago. Lo saludé y él, asombrado, me dijo: “¿Cómo me reconociste?”. Le respondí que no tenía nada distinto. Él me contestó: “pero si me peiné de otra manera”. Me dio la impresión de que era un poco despistado; su respuesta me sacó una sonrisa. Luego lo perdí de vista en Chile. En noviembre de 1973 salí de Santiago rumbo al exilio en México.
Fue en el Distrito Federal donde cultivamos una amistad de varios años, hasta el momento en que él se enfermó. Fue una amistad, ante todo, académica o de preocupaciones por Bolivia, pues yo no pertenecía a sus círculos más cercanos. Por ejemplo no pasé ni navidades, años nuevos o cumpleaños con él.
Pero nuestra amistad se solidificó con el tiempo. Así, acompañé en 1984 en su viaje de retorno a Bolivia, vía Lima. Lo ayudé con sus varias maletas y sus perros; él viajaba con muchas ansias de reencuentro con su país. A Alma, su esposa, no le convencía mucho el retorno a Bolivia, pero él estaba desesperado por hacerlo. En Lima me decía: “Ya se siente el olor a nuestra patria”.
Una semana antes del
viaje lo invitamos a nuestra casa a almorzar. Llegó tarde, venía de una invitación
que le hizo un intelectual mexicano, Roger Bartra. Comió muy poco del lechón
que preparó Martha, mi esposa. Se ocupó más de oír música, de bailar un poco
con Alma. Se acercó a mi librero y escogió un libro de poemas de César Vallejo.
Posó la mirada en Los heraldos negros y leyó los versos con su voz
aguardentosa, casi gutural, que arrastraba bolivianamente mucho las erres, con
lágrimas que le llenaban los ojos:
“Hay golpes en la vida, tan fuertes...”.
Lo notaba algo enfermo, no cansado: enfermo, nostálgico, sufrido. Su lectura de los versos, con tanta tristeza en su rostro, era como un aviso premonitorio. No en vano, después de este viaje a Bolivia, René volvió a México muy enfermo, enfermedad que duró hasta su muerte.
A René también, premonitoriamente, escuchaba Despedida de Tarija o Terremoto de Sipe Sipe. Luego de 40 años de su partida escuché muchas veces ese disco –tocado por una banda de caballería– que él me prestó y que hace un año devolví a su hijo Álvaro. Para tristeza mía y de muchos, él se nos adelantó en ese camino.
Cada 1 de mayo, en México, me llamaba por teléfono y me decía: “Te llamo a ti, Toranzo, porque los dos somos nacional-populares”. A veces, en el teléfono, se atrevía a cantar una canción que comenzaba así: “Primero de mayo, primero de mayo, fiesta de los k’oskosos choferes”.
Sus recuerdos, sus ideas sobre la Guerra del Chaco o la Revolución de 1952 me inducen a creer que lo más profundo que existía en él era un sentimiento nacionalista y que él mismo se reclamaba así y no como militante del PC.
Mi recuerdo más doloroso es cuando lo visité en 1984 en el Instituto Neurológico en el Distrito Federal, donde estaba internado, prácticamente desahuciado, cuando los médicos decían que tenía muerte cerebral. Yo le tomaba la mano y a él le brotaban unas lágrimas calladas que también a mí me hacían llorar y aún hoy me hacen derramar lágrimas. Murió en diciembre de ese año, un día antes de Navidad, a los 47 años de edad,
Siendo joven lo miraba como a un gigante, un gran intelectual, un teórico reconocido en Latinoamérica. Sin perder esa sensación y respeto, poco a poco fui teniéndole más confianza. La preocupación por Bolivia nos acercaba, pero, ante todo, la academia y la lectura del marxismo. Compartíamos docencia en la Facultad de Economía de la UNAM. Mis lecturas de El Capital se volvieron más libres, más interdisciplinarias por el influjo suyo.
Él no fue mi maestro ni yo su discípulo, pero tuvo una influencia fuerte en mi formación y en mi camino interdisciplinario que hasta hoy uso para entender la realidad. No soy zavaletiano ni zavaletólogo, pero conocí bien al personaje y su obra.
Conocer a Zavaleta era entender y mirar a un boliviano de tiempo completo, de esos en los cuales cala muy hondo la historia del país y preocupa su futuro. Zavaleta tenía sus radicalismos, como las tenemos todos los bolivianos. Yo destacaba esos radicalismos, me parecía que radicaban en su carácter marxista y su ser boliviano. Con el tiempo me reafirmo en ellas, pero las relativizo e incorporo en mi mirada su ser nacional-popular, que implica no otra cosa que la huella profunda que dejó en su alma la Revolución de Abril.
Los obreros movilizados, esos que combatieron en el Puente de la Villa, en Villa Victoria, esos mineros que se descolgaban desde el Alto de La Paz –antes despoblado– desde Milluni hacia la hoyada paceña para enfrentarse al Ejército que trataba de impedir la Revolución. Sí, René era un nacional-popular de tiempo completo. Por eso, alguna vez le regalé un artículo que se llamaba El cholo Zavaleta. Pasan 40 años y lo sigo recordando con cariño.