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El Compás | 15/06/2022

Sobre el ataque homo y transfóbico en Santa Cruz de la Sierra

Fernando Molina
Fernando Molina
La tendencia hacia el individualismo es resultado de una larga lucha por liberar al ser humano de las constricciones naturales y sociales que lo han atado históricamente. El desafío ha sido conjugar el individualismo con la necesidad, digamos que originaria, de vivir en comunidad. Este es un asunto por resolver para los comunitaristas de todas las corrientes políticas (liberales, socialistas, comunistas). 

Luego de probar la manzana del individualismo, las opciones conservadoras que implican su represión siempre serán resistidas por una porción menor o mayor de la población. Al mismo tiempo, el individualismo, descontrolado y a su aire, puede confundirse con el egoísmo y el consumismo sin medida. 

La fórmula de las sociedades modernas occidentales para permitir una conciliación entre estas dos fuerzas encontradas es la siguiente: cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera con tal de no dañar el derecho de los otros, es decir, no cometer delito. Este es el estadio más avanzado del individualismo histórico. Para llegar a él se ha requerido separar la religión de la política, pasando la primera al ámbito privado. Esto permite considerar “delito” únicamente a las afectaciones de los derechos positivos de las personas. En otras palabras, no hay delitos religiosos (herejía).

Así, todos pueden seguir los valores que deseen seguir y tener las convicciones y costumbres que se les antoje, con tal de que: a) no cometan delito positivo, b) no traten de imponer sus convicciones y costumbres a otros. Bajo esta definición, pueden manifestarse y practicarse las más diversas orientaciones sexuales, estilos de vida, opiniones políticas, etc. La comunidad los incluye, igual que incluye todos los credos, en la medida en que su mecanismo interno (de la comunidad) es individualista o laico. Esto está recogido en la Constitución boliviana cuando prohíbe la discriminación de las personas por cualquier razón que no sea una de índole legal. 

El ataque vandálico a una exposición artística homo y transexual que acaba de ocurrir en Santa Cruz de la Sierra golpea directamente contra este basamento moderno y liberal de la sociedad boliviana. Es un atentado contra la “libertad real” (concepto hegeliano que refiere al conjunto de actividades que una comunidad no considera delitos). Sin embargo, los que aquí fungen como “liberales” no van a salir a condenarlo, seguro. Aunque este sea es otro asunto. Lo que aquí queremos decir es que, en la sociedad que los bolivianos hemos decidido tener, los religiosos no tienen derecho de imponer sus valores a la fuerza y, en cambio, los homo y transexuales tienen la libertad garantizada de expresar sus opiniones sexuales (por ejemplo bajo formas artísticas) con tal de que no procuren imponerlas a la fuerza.

Entonces: los religiosos que odian a los homo y transexuales (lo que en mi opinión da una pobre impresión de ellos) tenían derecho de manifestarse en la puerta del museo donde se producía la exposición homo-trans, así como los activistas de las diversidades sexuales tienen derecho de manifestarse en las puertas de las iglesias. Las agresiones, en cambio, estaban y están prohibidas y deben ser reprimidas por la fuerza pública. 

Esta solución exige concesiones de parte de todos. Yo por ejemplo tengo mi corazón completamente del lado de los activistas de la diversidad, pero debo aceptar que no tienen derecho a agredir a los religiosos. Los religiosos, por su parte, deben conceder que las diversidades sexuales se expresen públicamente y que el Estado eduque a los niños para que procesen adecuadamente (adecuadamente para la sociedad democrática) los estímulos que reciben de esta exposición de las realidades homo y trans. Y los LGTBI+ deben conceder que haya espacio en la sociedad para religiones que son homo y transfóbicas. 

Solo existe una excepción para esta tolerancia de todas las opiniones, para esta afirmación moderna de que no existe el delito de opinión. Las opiniones que son en sí mismas (por aquello de los “actos de habla”) o que incitan a la acción anti-derechos también pueden constituir delito (en nuestro país este tipo de legislación está representada por la ley contra el racismo). 

En suma, todos debemos suspender nuestro deseo de imponer nuestros valores a los demás. Es el precio a pagar por nuestros propios derechos individualistas de hacer lo que queramos y el sacrificio que hay que hacer por la existencia de una comunidad funcional.

Fernando Molina es periodista.

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