El campo político es un sistema de relaciones. Quien ocupe
una posición en este sistema se carga del valor (jerárquico, simbólico,
práctico) que esta posición toma de sus relaciones con las demás. En el caso
boliviano, la posición de presidente del país es fundamental; se agranda en la
medida en que las otras con las que se relaciona son débiles o fantasmales (las
razones de esto último son históricas; todo campo político, como cualquier
espacio social, se constituye históricamente y debe ser observado como parte de
un continuum temporal). Con una historia en la que nunca ha habido
instituciones republicanas con contenido; cuando la ideología real que se
reproduce en el tiempo es fuertemente antiinstitucional, el fundamento del
orden social no está constituido por la figura del presidente, pero se
“adhiere” a ella.
Veámoslo, como hemos recomendado, desde una perspectiva histórica. Aparentemente, el presidente Hernando Siles fue una persona razonable, apacible y culta, de la que no cabría sospechar que quisiese convertirse en un tirano. Por esta razón fue nominado por Bautista Saavedra como su delfín. Pero, una vez en el poder, cargado del valor máximo de la política boliviana, se comportó como un bravo caudillo tradicional (es decir, la posición presidencial actuó a través de él, pese a sus hipotéticos remilgos personales): traicionó a Saavedra, creó su propio partido, se quiso perpetuar en el poder. Quiso adueñarse del campo. Lo que evitó que llegara más lejos fue una combinación de “Ejército” más “insurrección”.
Esta experiencia, a la que se le podría sumar otras muchas, nos muestra que las únicas posiciones del campo político capaces de resistir la irradiación presidencialista son el Ejército-Policía y los movimientos sociales, que no por casualidad son los únicos que cuentan con una institucionalidad efectiva. El presidencialismo encuentra sus límites en el caudillismo armado o en el caudillismo social, y esto dice mucho sobre la política nacional. La conclusión es que se da una constante personalización de ella.
Aunque los políticos “civilistas”, hoy llamados democráticos, han intentado, desde fines del siglo XIX, generar una política “impersonal”, todos han fracasado. Hay que suponer que la forma personalizada de organización (“en Bolivia la organización de las masas es el caudillo”, escribió Zavaleta) corresponde mejor con la cosmovisión de los habitantes de este territorio, influida por la herencia monárquica colonial, las dificultades para montar el Estado republicano, el militarismo de la primera etapa de la historia independiente y la heterogeneidad y grave disputa social, que mantiene vivo al militarismo hasta ahora.
Lo cierto es que tenemos estas dos posiciones centrales en el campo político: la del Presidente, que “hace crecer” a cualquier personaje que la encarne y que le da una fuerza expansiva y dominante a las características personales de este (en el caso de Luis Arce, por ejemplo, la mudez ha advenido virtuosa y el espíritu burocrático se ha convertido en una suerte de sabiduría para la buena gobernanza).
Pero es una posición peligrosa, ya que depende de que nadie ose desafiarla con ciertas posibilidades de éxito. En otras palabras, depende de una ideología premoderna, la cruda subordinación del más débil al más fuerte, prescindiendo de las abstracciones propias del institucionalismo. Si la posición que debería ser la que concentra el poder aparece ante los ojos del mundo despojada de esa capacidad, los desafíos a su titularidad tienden a multiplicarse infinitamente. Un sistema político en el que una posición se eleva tanto sobre todas las demás es proclive a la insurrección recurrente. Así se explica un misterio de la política boliviana: el hecho de que el culto presidencialista se conjugue con una gran cantidad de derrocamientos de presidentes.
La segunda posición importante es la de líder del movimiento social. Puesto que el movimiento social de esta época es el cruceñismo (movimiento social e ideología de masas), y su líder actual es Luis Fernando Camacho, tenemos que la coyuntura actual (tras la detención de este último) enfrenta a las dos posiciones principales del campo político boliviano: el Presidente versus el movimiento social.
Se trata de un desafío de vida o muerte. Si el Presidente lo pierde, se proyectará como un gobernante débil, errático, arrepentido y, por tanto, víctima fácil de los depredadores, como un cachorro o un animal viejo apartados de la manada. Se observa en todo esto, también, la codificación de la virilidad y el machismo ancestrales de nuestra cultura.
Si el movimiento social pierde, tendrá que admitir que ha dejado de significar un límite al poder presidencial y solo le quedará, entonces, temer que este se extienda hasta llegar al despotismo.
En los próximos días veremos este duelo y su resolución, la cual será fundamental para la configuración del campo político futuro.
Fernando Molina es periodista y escritor.