La aparición en nuestras librerías de “Mi campaña con Goni”, que es una traducción de un capítulo de un libro de 2009 del campañista estadounidense Stanley Greenberg (“Dispatches from the War Room”), reviste cierto misterio. El nombre del traductor no aparece en el texto; la presentación no está firmada. El texto en español proviene, como digo, de un libro publicado en EEUU hace 14 años. La pista más clara sobre quién impulsó su publicación en nuestro país se halla en que el libro considera a Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni) como “un valiente líder modernizador”.
El tema de este libro, la campaña presidencial de Goni para las elecciones de 2002, dirigida por Greenberg y Jeremy Rosner, me interesa por razones personales. Fui parte del equipo boliviano que realizó esa campaña. El libro no menciona a nadie de este equipo, algo que era esperable por diferentes razones. Como Greenberg deja entrever en sus memorias, en ninguno de sus viajes pasó más que unas horas en La Paz.
Venir aquí le parecía una hazaña napoleónica. En cambio, sí aparezco durante tres incómodos segundos en el documental “Our Brand is Crisis”, de Rachel Boynton, supuestamente basado en esta campaña, pero en realidad no tanto, como ya diré. Entre las numerosas entrevistas a Goni y a los gringos de las empresas de Greenberg, y las imágenes de los muertos de febrero de 2003, mi aparición y la de otros bolivianos en ese documental solo sirvió para “darle color local”.
Volvamos al libro. Greenberg recuerda bien que los políticos gonistas pensaban, en especial cuando las cosas no iban bien, que estos gringos “no entendían nada”. Él no desarrolla el tema, pero yo sé que esto se sustentaba con dos argumentos: a) no sabían casi nada de Bolivia y b) reducían la política a una operación de psicología de masas.
El libro del que estamos hablando confirma ambos argumentos, aunque su propósito sea otro, claro está: destacar uno de los éxitos más sonados de la historia del marketing político: el logro de que un político viejo, impopular y colocado a contracorriente de la historia ganara las elecciones por un pelo.
Respecto al primer argumento, Greenberg, en efecto, demuestra abundantemente su ignorancia de la cultura, la historia y los protagonistas bolivianos. Cree que Felipe Quispe (el Mallku) y Evo Morales eran parte del mismo partido, que el MAS se formó para los comicios de 2002, atribuye a Morales el deseo de formar grupos armados basado en una noticia en español que dice que “Evo quiere negociar” (seguramente seleccionada por algún secretario), ya que, como no es un secreto, Stanley no sabe una papa del idioma de Cervantes. Por eso la mayoría de sus fuentes sobre el país son de segunda y tercera mano (informes de gringos sobre un país remoto y entrevisto entre brumas), o son interesadas: el propio Goni y su jefe de campaña, su yerno Mauricio Balcázar.
Todo esto no es muy importante. Que Greenberg haga existir al “gobierno de Banzer” hasta un año después de la muerte del General, o que considere igualmente ilegal la coca de los Yungas y la del Chapare, no afecta lo que tiene para decir. No se lo contrató como analista, sino como hombre de acción.
Lo que es más grave, y sí afecta el discurso del libro, es que este considere el documental de Rachel Boynton una pieza de conocimiento sobre lo que ocurrió en Bolivia en 2003. Así, ya en el primer capítulo, el libro mezcla, igual que hace el documental, el conflicto de febrero con la renuncia y el exilio del presidente Sánchez de Lozada en octubre. Greenberg insiste en validar el documental pese a reconocer que en el mismo se presenta a Goni como “un fardo” y un tipo impuesto por los gringos a un pueblo que no lo quería.
La falta de crítica a Rachel Boynton no sólo denuncia una falta de información (por cierto, los documentalistas tampoco hablaban una papa de español), sino también una falta ética, como el lector verá.
La verdadera historia del documental de esta directora es la siguiente: Greenberg avaló a Boynton ante Goni, que, siempre inclinado a hacer las cosas como los gringos, aceptó que un equipo de camarógrafos filmara in extenso reuniones de campaña que, en la cultura boliviana, no podían más que ser secretas.
Y es que en Bolivia, obvio, la política es muy distinta a la estadounidense. Goni no veía mucho la diferencia, como tampoco veía qué de malo tenía que el Estado contratara y pagara su propio avión para sus desplazamientos (‘alguien tenía que hacerlo y mi avión era la mejor opción’), para dar un ejemplo de los muchos que se me pueden ocurrir de su distancia respecto a los modos de hacer las cosas en el país. Sin embargo, hay que decir en su descargo que Greenberg y Boynton informaron que el documental versaría sobre las grandes empresas estadounidenses de encuestas y marketing político que exportaban sus conocimientos al mundo. Nada grave en el tiempo neoliberal. Pero no fue así.
Luego de la caída de Goni, la documentalista imprimió un viraje oportunista a su trabajo y, mezclando los rollos que tenía filmados con terribles imágenes compradas sobre los hechos sangrientos de febrero de 2003, hizo un filme en el que parecía —al menos así le pareció al público boliviano— que la campaña había sido hecha para terminar matando gente. Pese a este viraje en el proyecto, la condescendencia de Goni con los norteamericanos o algún otro engaño logró que este siguiera dándole entrevistas a la guapa Rachel para que ella terminara su trabajo. Porque es sugerente, hay que añadir que, después de su derrocamiento, Sanchez de Lozada nunca concedió una entrevista a ningún periodista o investigador boliviano.
La cuestión ética es esta: Greenberg metió a Boynton en los cuarteles generales de su cliente para que esta terminara presentando a este como un “fardo” y, aunque en el libro se nota que desaprueba esto, en lugar de pedir disculpas, se pone a hablar de la belleza del teatro en el que “Our Brand is Crisis” fue presentado (él estaba entre el público y Rosner entre los presentadores de esta premiere).
Vayamos ahora al argumento b) de los políticos gonistas contra los gringos, esto es, que reducían la política a una serie de técnicas electorales. Esto también queda demostrado en el libro, que primero cuenta la forma en que los campañistas hicieron la campaña, sin duda magistral aun admitiendo que tuvieron suerte de que el rival (Manfred Reyes Villa) fuera más falso que una moneda de tres pesos. Y luego habla del trabajo de esta empresa para el malogrado gobierno de Goni, punto por completo diferente, en el que es fácil notar la profunda desorientación e impotencia de los Greenberg.
Esta es una de las mejores empresas del mundo para recoger información con encuestas y grupos focales, aprehender lo que la gente quiere, crear una promesa que corresponda con eso y “venderla” con una campaña comunicacional militarizada. Se trata de una parte importante de la política democrática, pero está muy lejos de equivaler a ella. Fuera de su campo, Greenberg, o cualquier otra empresa de asesoramiento político, “no entiende nada”.
No se puede culpar a esta firma de las decisiones que solo fueron responsabilidad de Goni, como considerar la venta a Estados Unidos de gas natural en estado de licuefacción la mayor prioridad de su gobierno (¿por qué? Solo Dios sabe), o como intentar aplicar un nuevo impuesto meses después de haber prometido sacar a la gente de la crisis, o como crear ministerios para sus amigos y financiadores, o como permitir —y finalmente convalidar— que Carlos Sánchez Berzaín hiciera de las suyas.
Sí se puede, en cambio, encarar al autor Stanley Greenberg por no cuestionar al menos algunas de estas decisiones en su libro, pese a que seguramente le parecieron mal. Y es que el autor no puede ir más allá de la concepción de la política como una operación de marketing: ‘esto es lo que quieren vender, son buenos tipos y tiene el dinero, así que los ayudaremos, veamos cómo se vende esto’.
En un apartado señala que sus representantes en Bolivia “no podían” decirle a Goni que vender LNG a través de Chile era imposible. ¿Por qué no podían? Este punto nos conduce a todo un debate acerca de la responsabilidad del asesor político (¿mercenario o persona con convicciones?) en el que no podemos entrar aquí.
Greenberg también anota lo peor de todo: que hubo decenas de muertos en febrero y en octubre. Se lo nota incómodo, pero no pronuncia una palabra de condena. Entrando en especulaciones sobre procesos subconscientes, yo diría que su respaldo en última instancia al documental de Rachel Boynton se debe deber a esto, pues este documental, aunque chapucero y producto de una infidelidad, apunta finalmente a establecer una responsabilidad moral por las muertes de tantos bolivianos.
No se puede reducir las causas de la caída de Goni a su extraño encaprichamiento con el proyecto Pacific LNG, como en algún momento parece creer Greenberg. Mucho menos suponer que su derribo se debió a una conspiración coordinada de Venezuela, Perú y Cuba, como el autor anota como posibilidad aunque más para hacerle una cortesía a su cliente —que nunca se ha movido de esta explicación exculpatoria— que porque se lo crea en serio.
La verdad es que Greenberg no sabe por qué cayó Goni. Por otra parte, su trabajo no es saberlo. Este es el trabajo nuestro, así como es nuestro trabajo no olvidarlo, ahora que vuelven a sonar las campanas para girar el péndulo histórico boliviano del estatismo a la privatización.
Último punto: el libro de Greenberg descarta la teoría de que la victoria de Goni fuera propiciada por el embajador de EEUU Manuel Rocha, que hicieron correr Sanchez Berzaín, amigo de Rocha, y algunos responsables de la campaña de Reyes Villa.
Una encuesta postelectoral de la empresa estadounidense determinó que la declaración de Rocha —amenazando a Bolivia con sanciones si votaba por Evo Morales— perjudicó a Manfred, sí, pero también a Goni, beneficiando netamente a Morales