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El Compás | 11/02/2023

El cuento ese de los dólares

Fernando Molina
Fernando Molina

Como los economistas de izquierda han denunciado desde hace mucho, el desarrollo de los países latinoamericanos, entre otros, está determinado por la obligación de comprar lo que necesitan y no producen en una moneda foránea, el dólar. Esta es una imposición de la historia económica del mundo sobre el funcionamiento actual de la economía. Un tributo a los países industrializados por parte de los demás (tener que comerciar en la moneda de los primeros) que perpetúa esta relación, ya que limita el avance productivo de los segundos, que solo pueden adquirir insumos en la medida en que tengan dólares. Y tengan una manera de obtenerlos. Esto les exige ser exportadores de materias primas, lo que garantiza la reproducción de la división internacional del trabajo, en la que estos países cumplen un rol subalterno, y garantiza el suministro seguro de ls naciones que cuentan con divisas fuertes. La ventaja estratégica que tal posición ofrece a estas naciones es incomparable; prácticamente garantiza su dominio sobre el mundo. La más beneficiada es, obviamente, los EEUU, que poseen la facultad de imprimir los dólares que necesiten.

En este contexto se explica la historia económica de países como Bolivia. Sus procesos de desarrollo endógeno están limitados por su disponibilidad de divisas.

En este siglo, Bolivia se benefició de un acontecimiento productivo inicialmente interno: el descubrimiento y explotación de yacimientos de gas y minerales. Este hecho productivo se trastocó, al realizarse comercialmente, en un flujo muy importante de ingresos que impactó en la distribución y amplió y profundizó el mercado interno. El aparato productivo comenzó a crecer simultáneamente, pero, partiendo de muy abajo, no logró ponerse al mismo paso que el aumento de la demanda. En un país no industrial, ambos crecimientos requirieron de ingentes importaciones, de bienes de capital y de bienes de consumo. Y estas debieron hacerse en dólares. Así que Bolivia vendió su producción en dólares y compró bienes en dólares; la diferencia entre una cosa y otra fue quedándose en el país en la forma de “reservas” oficiales, los dólares depositados en el BCB y los demás bancos, y de “reservas” extraoficiales, depositadas en el “colchón bank”. Las reservas, por tanto, son un flujo y no un stock.

Esto es lo que siempre pasa, así funciona cualquier economía tercermundista, pero se intensificó tremendamente desde más o menos 2005 hasta ahora. Este proceso acelerado de venta de recursos, multiplicación y redistribución de ingresos, fortalecimiento del mercado interno, crecimiento del aparato productivo nacional y de las importaciones, cambió fuertemente al país: más clases medias, más beneficios empresariales, la aparición de algunas megaempresas y, en el campo público, más infraestructura. Podría haber sido mejor si la nueva demanda interna era absuelta por la industria nacional y no daba lugar a un crecimiento tan grande de las importaciones (enfermedad holandesa); a causa de ello, las actividades nacionales que más se beneficiaron del boom fueron las que no competían con las importaciones (las no transables). Podía haber sido mejor si la inversión pública era más eficaz. Pero estos son otros problemas. Lo cierto es que, en términos histórico-comparativos, fue un proceso muy positivo, insospechable para quienes conocían las condiciones de la economía boliviana en los años 90. En ese tiempo, el PIB llegaba a apenas 8.000 millones de dólares, así que las reservas internacionales oficiales que tenemos ahora, que son de alrededor de 4.000 millones, hubieran cubierto el 50% del PIB de entonces. En cambio, sólo cubren el 10% del de ahora. Tal fue la dimensión del cambio.

El punto flaco de este proceso fue que se tuvo que efectuar en dólares, en una moneda foránea. Así que cuando por distintas razones las exportaciones comenzaron a flaquear, el país solo tenía dos opciones: ralentizar su crecimiento o seguir al mismo ritmo echando mano de sus reservas para comprar los insumos y bienes que su aparato productivo y su mercado interno seguirían demandando. Eligió lo segundo y en eso está, aunque la creciente carestía de dólares que esta decisión ha implicado puede llevarlo, ahora, a lo segundo: el frenazo.

Esto demuestra que países como Bolivia necesariamente deben ser fuertemente exportadores para poder crecer. Digamos que este destino les es impuesto por las condiciones del comercio internacional y que es la forma real —y no una supuesta confabulación contra las decisiones soberanas en materia económica o “imperialismo”— en la que se manifiesta su dependencia.

Sin entrar en los efectos financieros que la carestía de dólares puede tener, tema que reservaremos para otro artículo, aquí solamente subrayemos que los límites de nuestro crecimiento endógeno están marcados por la necesidad de pagar nuestras compras —y por tanto nuestras deudas— en dólares. Todos los procesos de desarrollo latinoamericano se han topado contra este escollo; el cuento este de los dólares mantiene la modernización de nuestras economías y sociedades al ritmo de nuestro éxito como proveedores de los países ricos.

Dejo a los lectores la determinación de las implicaciones políticas de este hecho.



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