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El Compás | 16/01/2023

Xavier Albó y la visibilización de los indígenas bolivianos

Fernando Molina
Fernando Molina

Carentes de poder económico y cultural, los indígenas bolivianos viven una existencia ambigua. Por un lado, son imprescindibles para el sostenimiento de la comunidad, que depende de su trabajo físico y de su empuje comercial; al mismo tiempo, los grupos sociales “superiores” de esta tienden sistemáticamente a invisibilizarlos. No solo porque no reconocen en todo su alcance su aporte a los negocios y posiciones económicas suyos y del país, sino porque, al ser incapaces de considerarlos iguales, no les conceden un valor social equivalente al que se conceden a sí mismos. “No ver” a los indígenas significa en la práctica, entonces, no verlos como iguales, como personas con las cuales relacionarse en todas las posibles dimensiones de la vida humana, sino tomarlos apenas como mano de obra, “criados”, claques electorales, adornos folclóricos y factores de un crónico problema político.

En la vida cotidiana, la invisibilización de los indígenas —o, lo que es lo mismo, su cosificación— constituye el “grado cero” del racismo. Los indígenas se mueven afanosamente entre los no indígenas y estos solo se vuelcan hacia ellos —en el sentido físico y moral de este verbo— para darles órdenes, pedirles algún servicio o mercadería, amonestarlos o, en momentos críticos, temerles y atribuirles intenciones aviesas y crímenes. En esos casos, como es lógico, las interacciones son verticales y conflictivas.

El resto del tiempo, los indígenas no están realmente presentes, en todo el sentido de esta palabra, para los no indígenas, que eluden su contacto, sienten indiferencia o aversión por sus cuerpos (formas, pigmentos, olores) y —incluso cuando no son odiosos o arrogantes— no los registran dentro de su arco cognitivo, de la misma forma en que, a veces, se mira y oye la televisión despedir rayos luminosos y sonidos sin enterarse de lo que pasa en ella.

En una reunión formal de descendientes blancos aparece un (generalmente una) indígena. Esta a menudo se ubica en un sitio periférico, buscando también, por su parte, “desaparecer”. Acogerse a la “invisibilización” que generan los otros, por ejemplo interiorizando los clichés idiosincráticos que estos han imaginado (“el indio es hierático”, “el indio no se alegra sin beber“, “el indio no tiene agencia política, se limita a obedecer a sus jefes”) puede ser una forma de evitar grados peores de racismo y corresponde con la falta de autoestima e inseguridad que el racismo ha inculcado a los indígenas a lo largo de los siglos. 

El resultado de la invisibilización externa y de la interna es uno solo: el paso silencioso y fantasmal de los indígenas a través de los espacios y de los momentos que comparten con los no indígenas. La indígena del ejemplo se sienta, decíamos, en la silla o ante la mesa más periférica. La mayor parte de los otros asistentes a la reunión deja de ver hacia ese sitio. Carente de blanquitud, este sitio carece también de presencia, es decir, de extensión. Así invisibilizado, el carácter revulsivo de la indígena se neutraliza. Ningún descendiente blanco tiene por qué sentir el estrés asociado a la situación de marginación de la intrusa. No mirar hacia ella o, en todo caso, no verla de verdad es un mecanismo imaginario para asegurar la homogeneidad y, por tanto, el confort.

Los fundamentos de esta situación cotidiana son también los de la cultura y la reflexión nacionales. Estas no solo son abrumadoramente criollas en cuanto a su autoría, sino que dan por supuesto que los conocimientos y los logros culturales y artísticos que merecen buscarse y cultivarse son los europeo-estadounidenses.

Aunque el “tema indígena” no está ausente de esta construcción cultural, normalmente está allí por su diferencia con lo europeo y por tanto es evaluado y discutido desde el punto de vista de lo europeo (el continuum de pensamiento griego, derecho romano, cristianismo, ciencias naturales y sociales, industrias culturales globales). En este saber y con él, el país no toma consciencia de sí mismo; en cambio se juzga a sí mismo, para enseguida reprobarse o encontrarse deficiente y luego negarse para así poder incorporarse mejor al flujo social contemporáneo.

La autorreflexión boliviana no puede librarse del objeto indígena, igual que la vida social no puede prescindir del aporte indígena, pero de esto no surge un reconocimiento intelectual y emocional, lo mismo que en la cotidianidad. La invisibilización se produce, entonces, respecto a las verdaderas razones y aspiraciones de los indígenas. El indígena-pensado por la cultura criolla es un artefacto funcional a la labor ideológica de esta cultura: o es otro eurocentrista, un aprendiz de los letrados criollos, o es un “exótico”, es decir, uno que se define por ser distinto de lo europeo; alguien cuya distinción solo puede realizarse, por tanto, en el consumo cultural europeo.

Una gran fuerza opuesta a esta tendencia invisibilizadora propia de la cultura y el pensamiento criollos ha sido el antropólogo Xavier Albó, que amparado en su doble condición más o menos intocable de: a) europeo de origen y b) jesuita, contribuyó decisivamente a producir una revolución en ellos. Con su labor como lingüista, investigador cultural, editor, animador y organizador científico, activista, Albó, igual que otros europeos que escogieron Bolivia como su patria y su campo de estudios, generó un conocimiento como autoconsciencia que estaba vedado a los criollos y su necesidad de hacerse o de parecer europeos por medio de sus estudios y publicaciones. Estos intelectuales se sumaron así, a veces de forma no complementaria sino conflictiva, a los esfuerzos bolivianos en el mismo sentido autoanalítico. Entre todos lograron que lo que antes se escondía invisible comenzara a emerger a la superficie. Un reciente parte médico señala que Albó está internado en un centro hospitalario con pronóstico reservado.

El legado de Albó es enorme y trascendente. Bolivia se conoce mejor a sí misma a través de la lectura de sus escritos y de los libros de otros escritores que él impulsó. La verdadera talla de su figura todavía está escondida por consideraciones políticas y coyunturales. Yo mismo fui una vez culpable de este prejuicio. Pero, una vez que la ignorancia remite, queda desplegada su obra en todo el alcance de su erudición y, muy importante, de su buena fe. Quedará como un monumento del amor de un catalán por los indígenas, alma de la nacionalidad boliviana, víctimas del pasado y herederos del futuro de este país.

Fernando Molina es periodista y escritor.



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