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El Tejo | 27/01/2020

Miedo a la democracia

Juan Cristóbal Soruco
Juan Cristóbal Soruco

A medida que nos acercamos al 2 y 3 de febrero, días en que se deben inscribir los candidatos para las elecciones generales del próximo 3 de mayo, pareciera que aumenta en amplios sectores de la población el miedo a vivir en un sistema democrático.

Por ello surgen demandas para conformar una candidatura única que haga frente al MAS e incluso hay la insensata propuesta de que la Presidenta del Estado se convierta en candidata a la presidencia para el período 2020-2025 liderando una juntucha de organizaciones políticas y repartiendo espacios a diestra y siniestra. Lo que parece que quieren es que quien asuma el poder luego de las elecciones de mayo, lo haga con mayoría absoluta y, mejor aún, si alcanza los dos tercios, de manera que pueda gobernar sin control alguno.

En definitiva, pareciera que se busca llevar al poder una especie de MAS y Evo Morales, pero de otra corriente y otro caudillo, lo que equivale, una vez más, a confiar la administración del Estado al arbitrio del gobernante de turno. Eso se llama autoritarismo.

Es posible explicar ese miedo a la democracia con dos antecedentes que marcan huella en nuestra memoria. Por un lado, la forma en que se distorsionaron los pactos y acuerdos en el sistema político-partidario que se creó a partir de 1982. Si se recuerda, se pudo aprobar medidas trascendentales para el país porque hubo acuerdo entre las diversas corrientes políticas existentes entonces. Hago referencia, a guisa de ejemplo, al DS 21060, la conformación de una Corte Electoral independiente de los partidos en 1992, el compromiso de respetar políticas de Estado, particularmente en materia de educación, salud, reforma constitucional o la elección, por dos tercios de los miembros del Parlamento, de magistrados del Órgano Judicial, la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público y otras dependencias del Estado.

Pero, junto a esas decisiones también se pactó una grosera distribución del Estado, una aceptada impunidad para temas de corrupción y la aparición de partidos políticos creados para defender los intereses crematísticos de sus líderes y concebir la política como un espacio de mercadeo de influencias y aprovechamiento prebendal del poder. Por tanto, la idea del acuerdo se fue deslegitimando al punto que, aún hoy, no se lo aprecia como corresponde al ser una de las características del sistema democrático en el que no hay enemigos a eliminar sino adversarios con quiénes acordar respetando mayorías y minorías.

El otro antecedente es la virulencia con la que los dirigentes fugados del MAS amenazan permanentemente la pacífica convivencia ciudadana y hay un profundo temor a cualquier posibilidad de que el MAS pueda retornar al ejercicio del poder gubernamental.

Estos factores sólo explican el temor a la práctica democrática, no lo justifican, pues, por un lado, el final de ambos procesos ha sido muy similar y ha costado mucho al país. Por tanto, la garantía de buenas gestiones es hacer funcionar la institucionalidad democrática, antes que cambiar sólo actores.

Por otro lado, de acuerdo a entendidos en materia electoral, es poco menos que imposible que el MAS obtenga los votos suficientes para acceder directamente al poder –salvo que su binomio haga una extraordinaria campaña (lo que incluye silenciar al ex presidente fugado y sus adláteres) y que los demás candidatos hagan una pésima campaña. A lo más que por el momento puede llegar el MAS es a participar en una segunda vuelta electoral, en la que, se puede presumir, su adversario alcanzará acuerdos con los demás partidos sobre la base de la legitimidad de su votación para obtener la victoria, acción que el MAS no podrá encarar.

Lo anterior significa que quien gane en segunda vuelta no contará con una mayoría absoluta en la Asamblea Legislativa por lo que, como debe ser, el Congreso volverá a ser el espacio de la acción política por excelencia: debate y acuerdos programáticos, incluyendo también probables deméritos.

Estos antecedentes ayudan a dejar de tener miedo a la democracia y, más bien, a esforzarnos para que podamos aportar a que el sistema funcione lo mejor posible.

En ese marco estoy convencido de que si la Presidenta del Estado cae en la tentación de participar en las próximas elecciones dañaría la oportunidad de reaprender a vivir en democracia.  Ella debe cumplir la misión encomendada de dirigir un proceso electoral trasparente y dejar a la nueva administración algunas condiciones de gobernanza que ella no tuvo.

De actuar conforme a su mandato, el horizonte político que se le abre es amplio, precisamente porque, creo que vale la figura, sólo habrá vivido los cien días de luna de miel de una nueva gestión, tiempo que le ha permitido sembrar en la ciudadanía una esperanza en el próximo futuro.

Juan Cristóbal Soruco es periodista.



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