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El Compás | 18/09/2018

Henry Oporto escribe sobre el carácter nacional

Fernando Molina
Fernando Molina
La teoría dominante en los 90 era lo que Amartya Sen llama “indiferencia a la identidad”.  Esta actitud se mantiene en buena parte de la ciencia económica que ve a la sociedad, con un método individualista, como un contrato o asociación de individuos, cada uno tratando de optimizar sus beneficios. Una sociedad definida por la decisión racional, cuyo protagonista es el “homus economicus”.

Yo compartí esta visión en los años 90 y hasta donde entiendo Henry Oporto también. Pero el tiempo pasó y cambiamos de posición, como muestra el hecho de que Oporto haya escrito un libro sobre la identidad nacional: “¿Cómo somos los bolivianos?”.

El motivo de esta transformación se narra en el prefacio de este libro. Responde a la transformación del país durante este tiempo. El mundo de los 90 se hundió y dio lugar al mundo de hoy. Todo esto comenzó con la irrupción en el campo económico, y específicamente en el de los hidrocarburos, de una serie de fenómenos sociales que no era posible entender a través de la metodología individualista. El nacionalismo no parecía ser una respuesta racional, sino emocional a los dilemas económicos del país. La suposición de que los recursos naturales deben ser propiedad colectiva corresponde con un interés, pero también con una historia, y no puede analizarse solamente por medio de teorías de juegos. ¿Por qué alguien es capaz de morir para que el Estado sea propietario del gas? ¿O porque su universidad tenga algo más de presupuesto?

Con la nacionalización del gas reaparecieron o se hicieron visibles fenómenos sociales que se consideraba arcaicos y superados, y perturbaron la imagen, hegemónica entonces, de una sociedad contractual. Todavía se puede pensar, como hace Oporto, que este tipo de sociedad es el mejor posible, porque es la que coincide con la razón; es, como dice el libro, una sociedad moderna y progresiva. Esto puede discutirse, pero en todo caso todos estamos de acuerdo en que la del contrato no es la imagen de la sociedad real.

Cuando se abre la puerta a la identidad entran con ella un conjunto de conceptos difíciles, como imaginario, memoria colectiva, carácter nacional, todos los cuales nos hubieran parecido poco persuasivos y hasta irracionales en los 90. La razón es que no son conceptos funcionales, sino históricos. Creo que el valor que ha tenido Henry para volver a trabajar con ellos lo muestra como un verdadero intelectual, uno que es capaz de salir de su zona de confort, de sus hábitos intelectuales, para alcanzar mejor su objeto de estudio.

La tradición de los estudios sobre la identidad es larga. Una línea que va de Arguedas-Tamayo hasta HCF Mansilla, pasando por Mendoza, Montenegro o Diez de Medina. Este acervo de ensayos es diverso, uno puede encontrar desde aproximaciones naturalistas racistas hasta otras puramente históricas. En todo caso, la nota común es la búsqueda etiológica: a la manera del psicoanálisis, los ensayos sobre la identidad han procurado encontrar las causas del comportamiento o del malestar, bajo la suposición de que ese conocimiento sería curativo. Oporto y Mansilla son distintos. Aunque no se niegan a consignar las probables causas están más interesados en consignar los rasgos, bajo la suposición de psicología cognitiva de que mencionar el problema y actuar en relación a él es lo que constituye la cura.

Por supuesto, que el solo hecho de plantear el debate en términos de traumas y curas es arriesgado y llevará a que se critique a Oporto por arguedianismo o falta de identificación con la patria y los compatriotas. No puede negarse que al incorporarse este ensayo en la tradición literaria sobre el carácter nacional que hemos señalado, tradición iniciada por Arguedas, y al afiliarse dentro de esta tradición en el ala modernizadora también inaugurada por Arguedas, es decir, a contrapelo del ala tradicionalista de Tamayo, Montenegro, Diez de Medina, no es desquiciado incluir este ensayo en una genealogía arguediana.

Claro que Oporto no es esencialista y ni siquiera particularmente historicista. Para él los males de los bolivianos no son una maldición del medio ni de la raza, y por eso son totalmente “curables”. ¿Qué veríamos después de esta curación? Una sociedad como la que soñábamos en los 90: dirigida técnicamente por élites intelectuales, fundamentalmente mercantil, conectada con el mundo, apta para la inversión y plenamente individualista y democrática. Lo que el libro no se plantea es la posibilidad de que los bolivianos no queramos curarnos o de que veamos nuestras diferencias respecto a la sociedad ideal de los 90 como idiosincrasias irrenunciables, que si perdiéramos nos desnaturalizarían. Esta es la gran cuestión que planea sobre el libro, pero que Oporto no llega a enfrentar.

En todo caso, la tesis principal de la obra es completamente correcta. Un cambio progresista requiere de un conocimiento profundo de la realidad que va a ser transformada. Aún más, todo cambio progresista está determinado por la realidad que se transforma. Por lo menos cuando se quiere que el cambio enraíce y prospere, y que cause más bien que mal. También requiere, añado yo, de cierta negociación con la realidad tal como es, de ese pragmatismo que adornó al mayor modernizador boliviano, Víctor Paz Estenssoro. Cuando ese pragmatismo de grandes alcances fue rebajado por la clase política a mera habilidad para manejar la porquería política, el proceso de modernización se volvió del tamaño de la conveniencia de una sola clase social, no pudo abarcar la realidad, no pudo con el carácter nacional, y por eso fracasó.

Henry Oporto ha demostrado, con este libro, que es uno de los cinco o seis principales ensayistas del país. La obra es discutible, pero resulta provechosa para el gran público porque es a la vez interesante y elegante. Es un importante ensayo con aspiraciones tanto intelectuales como estéticas.

Fernando Molina es periodista



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