Es usual oír decir que “el que explica se
complica”, que el que habla mucho suele ser proclive a equivocarse; también se
dice que el que cae en el exceso del uso del verbo no siempre gana el respeto
de todos. Las palabras no siempre dan buenas razones, menos aun cuando ellas se
llenan de enojo o de adjetivos, o cuando injurian sin razón, lo cual es muy
frecuente en una cultura que es poco reflexiva, que primero juzga y, después,
debería pedir perdón, pero no lo hace. No obstante, el silencio tampoco es el
mejor de los consejeros
Pero, a la vez ¿cómo se puede explicar sin hablar, cómo se puede convencer sin recurrir a la palabra, cómo se puede ser comprensible en una sociedad de tradición oral? Bolivia es un país donde se escribe poco y se lee menos aún, la lectura no es la norma cotidiana de las personas, por tanto, el uso normal, la costumbre tradicional ha sido recurrir al discurso, a la palabra oral para explicar y convencer.
Esto es válido en los temas cotidianos como también en la política; muchas veces el carisma sólo se puede desarrollar al través de la palabra; las más de las veces los políticos o líderes sociales que no recurrían al discurso eran poco conocidos. Políticos parcos a la hora del uso de la palabra oral no siempre han sido queridos por la población. En cambio los grandes oradores han sido muy populares, el verbo era razón explicativa, aunque los contenidos no siempre fueran los mejores. En esto Bolivia se parece a muchos países de América Latina donde los caudillos se han forjado a través del discurso oral. No son escritores los grandes políticos, antes bien, son oradores.
No obstante, hay algunos líderes que no abusaron del discurso, y aun así fueron respetados y llegaron a la estatura de estadistas, capaces de tener visión de país de largo plazo. Son pocos, pero en algunos momentos de la historia de Bolivia llenaron la política con tranquilidad, con actos de seriedad, sin recurrir al verbo fácil.
Si hablar es una necesidad, el exceso puede significar error, pues normalmente abre las puertas a la falta de respeto. Pero, tan grave como el uso excesivo de la palabra oral es que no esté avalada por la reflexión, que no esté justificada y que no posea argumentación. Nadie que señale al otro con la palabra actuará correctamente si no posee argumento para sindicar, para afirmar algo o incluso para herir.
Muchas veces la palabra rápida conduce a caer en el error y, como es costumbre en el país, es difícil reconocerlo, pues no tenemos la costumbre de la disculpa. La palabra no puede condenar sin aceptar que la justicia, que la ley presume inocencia para todos.
Quizás un buen camino para la vida cotidiana y para la política es no caer en la mala costumbre de acudir al exceso del discurso y a la palabra rápida. La autoridad se logra –muchas veces– con el silencio; en otras ocasiones surge con el uso pulcro de la palabra y con la disminución de la adjetivación, pero ante todo, el respeto emerge cuando la palabra está acompañada de argumentación y fundamentación.