Mañana lunes se presentará en la Asociación de Periodistas de La Paz el libro Salir del Paso, escrito por Rafael Archondo y Gonzalo Mendieta y publicado por editorial Plural. El libro “repasa la historia de los tres movimientos armados más influyentes del país”. Tendré el gusto de comentar las más de 400 páginas en un diálogo junto a otras personas que, estoy segura, coincidirán con el valor de este trabajo a cuatro manos y dos buenas cabezas; hago uso de mi columna para anticipar algunas ideas suponiendo que mañana me faltará tiempo para decir todo lo que pienso y siento.
Y digo siento, porque la lectura del libro (lo leí dos veces), además de haber sido una actividad intelectual, fue un ejercicio terapéutico. No es fácil leer una historia que impactó a una generación y nos hizo vivir los hechos ahí relatados como algo fundamental en nuestras vidas. Recordando al historiador inglés Eric Hobsbawm hablaré como alguien que ha intervenido desde un papel insignificante para los historiadores, como observadora y víctima del tiempo que me tocó vivir y como daño colateral. Pero sirva la memoria personal aunque sea para esclarecer. Gracias a los autores por escribir el libro, valió la pena leerlo.
El libro se llama Salir del Paso y cuando terminé de leer la primera vez pensé que también podría llamarse “Ahoracito” o “Wiska tatay” porque gracias a la investigación contamos con la historia de la sucesión de derrotas sufridas en Ñancahuazú, Teoponte y, más adelante por parte del CNPZ y el EGTK. Salir del paso alude a un comportamiento que los alzados en armas improvisaron para minimizar los daños. Salir del paso también refleja algo del miedo, que no suele asociarse con los machos o los valientes retratados en el libro, hombres cuyas semblanzas de muy buena factura nos muestran que –eso ya lo sabemos– la guerra es un juego de hombres en la que las mujeres, siendo fundamentales para la sobrevivencia y para el triunfo de las batallas, son invisibles en los relatos. Pero sobre eso volveré en otra columna, la invisibilidad de muchas mujeres merece algo más que estas letras.
El libro sitúa adecuadamente las guerrillas en el contexto internacional. La guerrilla de Ñancahuazú se puede entender sólo si la vemos como parte de la Guerra Fría. El sometimiento a Cuba y a la Unión Soviética no fue sólo ideológico, que también lo era, fue casi un imperativo para la sobrevivencia de Cuba y los partidos comunistas en ese momento.
Por eso el libro hace bien en reivindicar el papel de Mario Monje, secretario del Partido Comunista boliviano a quien se lo estigmatizó como traidor por su discrepancia con la teoría del foco guerrillero. El anatema de traidor que caracterizó el tratamiento de las diferencias al interior de todos esos movimientos es retratado muy bien en el libro. De la misma manera, a través del caso Monje queda clara una dimensión humana, no solo política, por la cual él, a pesar de no estar de acuerdo con el Che, termina apoyándolo y manteniéndose al servicio de la guerrilla. El estigma de traidor ha sido una espada de Damocles sobre las cabezas de las pocas personas que fueron disidentes y que tuvieron que escoger entre continuar con la guerrilla o perder la voz, si no la vida, por “traidores”. Hay muchos “Monjes” en la historia. Esa también será otra columna.
El libro muestra la concatenación de las experiencias generosamente denominadas “violencia revolucionaria” mostrando varios rasgos comunes entre sí, siendo la subordinación de la política a lo militar o la militarización de la política la que les otorga su identidad. Esa perspectiva de largo plazo es otro de los aportes del libro.
El texto también ayuda a entender la pasión que la violencia suscitó especialmente entre la juventud, cuya insaciabilidad y vehemencia es un rasgo no solo de esos tiempos. La fe en los mandatos morales que emanaban de las cúpulas político-militares explica la obediencia y la disciplina de la militancia. Al Che abandonado por Fidel lo siguió un grupo de adherentes porque a Bolivia llegó como un ícono antimperialista, mientras que Debray, el “combatiente sin armas” solo interesaba a sus amigos; en el libro ocupa un espacio que la historia no le asignó.
El libro muestra la distancia entre el dicho y el hecho, relata las discrepancias profundas entre los dirigentes políticos, pero aun está por escribirse la historia de los obedientes, cuya creencia en la acción era lo más importante. El libro recoge innumerables fuentes que dan fuerza a la historia de la dirigencia que ejercía su papel de manera autoritaria, como el Ejército oficial al que querían imitar.
Una de las conclusiones a las que arriban los autores es que “En Bolivia, la lucha armada ha tenido un impacto mínimo en el curso de los hechos históricos. Hubo muertos y heridos, pero no un baño de sangre.
Creo que esta es la conclusión más controversial pues por un lado basta una muerte en esas circunstancias para rechazar esos métodos, especialmente por lo inútil, y por el otro, si bien es cierto muchos de los protagonistas de esas organizaciones entraron después al juego electoral como parte del MAS, como lo muestra el libro, ninguno hizo una autocrítica ni reivindicaron ni practicaron la democracia como valor fundamental; más bien trasladaron el autoritarismo militar a los gobiernos del MAS, en los que, al igual que en las guerrillas, la disidencia es castigada y el estigma de traidor que castigó a Monje, se reproduce hasta hoy. Un último ejemplo: el fallido congreso del MAS ostentaba un cartel que rezaba “El Che vive en Lauca Ñ”.
Sonia Montaño Virreira es socióloga de origen, feminista de convicción.
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