Por mi edad no estoy obligada a votar, pero lo hago porque quiero. Aunque las elecciones no son la fiesta democrática que se pretende, son un deber cívico y tienen algo que en lo personal me hace repasar mi vida, la manera en cómo cambiaron las conductas frente al voto, y, de paso, recordar pedazos de la historia.
Nací cuando la Revolución Nacional anunciaba grandes transformaciones: Voto Universal, Reforma Agraria, Nacionalización de las Minas, Reforma Educativa. Todavía vivo para ver lo mucho que falta, aunque no logro contar cuántos pasos dimos hacia adelante y cuántos hacia atrás. La abolición del pongueaje, ni duda cabe, fue un cambio profundo. De indios a campesinos, de campesinos a indígenas, son la denominación superficial de cambios profundos que no son objeto de este texto, pero donde fueron, especialmente las mujeres indígenas, las que menos se beneficiaron con la Revolución.
72 años después de haber nacido siento que no hemos encontrado la palabra justa, las palabras que nos identifiquen y nos permitan dialogar. Lo políticamente correcto nos ha empobrecido. ¿Nos identificamos por la etnia, la clase, el sexo, la lengua o todas las anteriores? ¿Somos cholas, cholitas, birlochas, señoras o señoritas, dependiendo de quien nos nombre? Se ha querido ignorar la complejidad de nuestras identidades inventando una palabreja, “interculturales”, quizás para no hablar de mestizaje –otra palabra proscrita– que a estas alturas ya es coloquialmente sinónimo de avasalladores y otras maldades. En fin, que entre una revolución y el proceso de cambio de los últimos 20 años hay más continuidades que rupturas.
El extractivismo todavía ordena la economía y el rentismo la política. La discriminación ha cambiado de forma y se discute si estamos mejor. La persecución política ha evolucionado siguiendo modelos internacionales, los presos políticos son una constante de nuestra historia. Sin embargo, la memoria sigue siendo selectiva, preferimos olvidar para sobrevivir mientras otros prefieren la venganza. NO pudimos construir un Estado de derecho.
Fui joven cuando la revolución cubana y otras revueltas descalificaban la democracia como una impostura burguesa. Tuvimos que vivir las dictaduras militares, las desapariciones, la tortura y la impunidad para entender que la democracia requería del voto y de las instituciones; que solo a partir de ese momento podíamos pensar en alcanzar otras igualdades. Apareció la palabreja de moda: gobernabilidad, la que para conseguirla implicaba cruzar ríos de sangre. Lo cierto es que se valorizaron los acuerdos y los consensos.
Cuando la izquierda más radical decidió abandonar la violencia para presentarse a las elecciones parecía que habíamos dado un paso adelante. Tuvimos un tiempo en que sentimos que debíamos y hasta podíamos tener derechos. Durante todo ese tiempo vivimos momentos gloriosos, felices, más por ñeque que por justicia. En la actualidad somos un país irrelevante y desconocido al punto que ayer el New York Times, en un buen reportaje sobre Evo Morales (Evo Morales, Barred from Bolivia’s Election, Urges Null Votes - The New York Times) omite datos relevantes de la historia, asignándole la distribución de bonos y otros beneficios a los que les dio continuidad gracias al alto precio de los hidrocarburos.
Mientras las cosas no cambiaban como soñábamos, el mundo sí ha cambiado abriendo las fronteras para el capital y cerrándolas para las personas. En casa el narcotráfico y el crimen organizado impregnaron las instituciones y las comunidades. Si hasta parece que fue en Bolivia donde el Presidente de México se inspiró para formular su frase de “abrazos y no balazos”. Efectivamente, nuestro país ha acogido con benevolencia a los bandidos y estos han devuelto el favor “matando lo necesario”.
Fui testigo de la globalización y vi cómo el cambio tecnológico favoreció una porosidad social, gracias a la cual las ideas, especialmente las malas, circulan sin control. Se enlazan así valores y prácticas ideológicamente opuestas y políticamente complementarias que borran las fronteras culturales y generalizan el fundamentalismo religioso. Eso ha hecho que haya más convergencia entre los machismos católicos, cristianos, aymaras e islámicos, que niegan la igualdad entre hombres y mujeres, sin entender que sin ella no hay ni desarrollo ni futuro. Estamos ante el desafío de tejer una urdimbre que combine hilos del pasado con nuevos colores, en un marco de democracia duradera que me permita, a mí y a muchas más, seguir votando.
Sonia Montaño es feminista.