A primera vista, Samuel parecería la mejor opción para esta alianza. Tiene de un 10 a un 15% en las encuestas. Es ampliamente conocido, tanto por el electorado como por el oficialismo, que difícilmente podrá esgrimir algo nuevo en su contra. Los electores opositores lo reconocen como un hombre capaz en economía, emprendedor y exitoso. Y como alguien decidido. Tiene dinero y puede financiar una campaña moderna. También tiene importantes “negativos”, sin duda, pero en todo caso, descartando a Costas mismo, debemos considerar su liderazgo más sólido y popular que el de cualquier otro dirigente de esta alianza. Y entonces, ¿por qué no nombrarlo directamente como candidato? (La historia del respeto a la democracia interna, lo sabemos, es eso: una historia).
He escuchado que los “demócratas” de Costas piensan que lo mejor sería acoger el pedido de los grupos focales y las encuestas y entonces presentar a un candidato “nuevo”, alguien sin el pasado y los “negativos” de Samuel. Un joven que en este momento nadie conoce pero que, presentado adecuadamente durante este año, se convierta en la revelación de la campaña.
Esta teoría, la del “nuevo”, tiene muchos
adherentes. Cada internauta cree su obligación defenderla con al menos un tuit
o un post: “¡ya no más los mismos!”, “basta de ellos!”, “¡renovación!”. Lo
mismo la gente en los grupos focales o respondiendo a las encuestas. Y entonces
no es raro que los estrategas anden repitiéndolo, aunque por su experiencia
estos debieran ser más cuidadosos. Pues no todo lo que la gente dice es todo lo
que la gente siente. Cualquier encuestador experimentado sabe eso.
A menudo ocurre que los mismos que piden “¡renovación!” luego no desean votar por candidatos que apenas conocen y que no son capaces de despertar nada en ellos. Ocurre lo mismo que con las personas que piden una televisión de más calidad, pero una vez enfrentadas al programa cultural cambian nomás el dial a la telenovela o el reality. Una cosa es lo deseable en general. Otra cosa es aburrirse o sacrificarse realmente.
Que alguien pregunte a cualquier grupo si sus miembros están de acuerdo con tomar medidas de prevención de la contaminación y encontrará que la mayoría lo está. Pero luego quíteles el coche o limíteles la cantidad de agua en cada ducha y verá cuánto se oponen a lo que en principio aceptaron.
Lo mismo pasa con esto del “nuevo”. Se presenta lo que la psicología llama una disonancia cognitiva. Lo prueba el que nunca en ninguna elección en ninguna parte del mundo haya ganado un “nuevo” previamente desconocido. Quien diga lo contrario que cite los nombres.
¿Trump? Ya era una celebridad y la gente que lo apoyó estaba dispuesta a confiar en él porque lo conocía (o creía conocerlo). ¿Bolsonaro? Los brasileños sabían quién era y qué representaba (o creían saberlo). ¿Evo? Ya era el más famoso dirigente sindical y uno de los diputados más conocidos antes de convertirse en un candidato muy popular. ¿Fujimori? Este es el ejemplo más fuerte de los teóricos del “nuevo candidato”, porque se hizo conocido durante la propia campaña, aunque antes había logrado algo no tan sencillo: ser rector de una universidad. En todo caso, una golondrina no hace verano.
En cambio, ¿quién se acuerda de Fernando Vargas Mosúa? Así se llama el muy poco conocido candidato del Partido Verde en las elecciones bolivianas de 2014. Si la gente realmente hubiera querido votar por alguien “nuevo” lo tenía a él para hacerlo, pero no lo hizo. ¿Y quién se acuerda de Ana María Flores, de Román Loayza, de Alejo Veliz, de Rime Choquehuanca? Todos ellos fueron candidatos presidenciales en 2009. Ninguno obtuvo el 1%. Eran “nuevos”, pero nadie los consideró a la hora de “renovar la política”, que entonces también era un deseo popular.
Se puede argumentar que estos políticos fueron postulados por partidos pequeños. Es cierto. También es cierto que su condición de “nuevos” no les ayudó un ardite.
Fernando Molina es periodista.