Hemos crecido con la idea incorporada en nuestras percepciones del mundo de que la población del planeta, a pesar de todos los desastres que la azotan, aumenta sin cesar. Bajo la sombra de las agoreras predicciones de Malthus sobre una humanidad que iba a crecer exponencialmente, agotando en su evolución la tierra arable necesaria para alimentar a su población, esa idea refleja la máxima de que “nada puede crecer indefinidamente en un medio finito”.
Los impresionantes avances de la humanidad en buscar nuevos recursos y hacer uso más eficiente de los conocidos, no hacían más que postergar la llegada de esa crisis entre las demandas de la población y la capacidad del planeta de satisfacerlas. En los últimos 50 años, aunque la población mundial ha crecido de 3.600 millones a 8.000 millones, la desnutrición en países en desarrollo ha disminuido de 35% en 1970 a 13% en 2015. Es decir, la humanidad parecía estar desafiando a Malthus. Como referencia, en Bolivia, el indicador global de hambre, que mide una combinación de elementos en una escala de 0 (no hambre) a un máximo de 100, ha bajado de 28 en 1970 a 13 en 2022 (ojo, no en el periodo Evo).
El famoso informe del Club de Roma de 1972 decía:
“Si la industrialización, la contaminación ambiental, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial, este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. El resultado más probable sería un súbito e incontrolable descenso, tanto de la población como de la capacidad industrial”.
Han pasado 50 años desde la publicación de ese informe y su predicción se ve confirmada. La población mundial alcanzará su pico alrededor del año 2072, pero no necesariamente por las razones de agotamiento de los recursos naturales que previa ese informe, sino por razones más culturales y políticas que naturales.
En los últimos años ya hemos visto aparecer la amenaza de la implosión demográfica en países longevos con bajas tasas de natalidad, donde las nuevas generaciones no podrán sostener la vejez de las anteriores, los sistemas de pensiones quebrarán y habrá cada vez menos jóvenes para realizar ciertas tareas esenciales. Pero esa preocupación localizada, que todavía no llegaba a afectar a países con crecimientos moderados como los de América Latina, se va convirtiendo ya, no solo en un problema de algunos países, sino en el reconocimiento de una evolución global que cambiará la faz de la tierra; eso si la humanidad sobrevive tanto como para verla, evidentemente.
Un reciente análisis publicado en el New York Times (19/9/2023) mostraba el primer gráfico que acompaña este artículo, donde se ve una dramática caída de la población mundial, desde su pico proyectado de 10 mil millones en el año 2070 más o menos, hasta niveles similares al año 200 D.C. Sin embargo, este inicio del decrecimiento de la población del planeta no se da por las razones proyectadas en ese informe de 1972, sino por cambios en el comportamiento de las parejas, y sobre todo de las mujeres. De hecho, las mayores bajas en la natalidad se vienen dando en los países con mayor ingreso per cápita. El segundo gráfico sacado del mismo artículo muestra de manera elocuente la correlación entre PIB per cápita y tasas de natalidad. En los países ricos las parejas, aunque podrían sostener familias numerosas, optan cada día más por tener solo uno o dos hijos (la tasa de natalidad necesaria para mantener estable una población es de 2,1).
Varios factores se combinan para explicar esas bajas en la natalidad: personas que optan por no tener hijos por razones ideológicas (no traer más niños a un planeta en decadencia), personas que no tienen hijos como consecuencia de su opción sexual, mujeres que postergan la fecha del primer hijo (o no lo tienen) por no perjudicar sus perspectivas laborales, etc.
Son varios los países que han reconocido ya hace tiempo la gravedad del problema. China, el ejemplo más conocido, quiere ahora revertir su anterior política de un niño por pareja. Francia ofrece incentivos fiscales a las parejas numerosas, etc. Otros quieren abrir más sus fronteras para importar lo que no pueden fabricar, pero no saben cómo lidiar con el cambio cultural que trae la inmigración. Es decir, la implosión demográfica ya es un problema serio para muchos países y las soluciones no son obvias.
Ahora, no faltarán los que celebren este cambio, pues con menos personas habrá menos contaminación, menos daños al planeta, menos escasez de vivienda, etc. El argumento parece muy lógico, pero choca con una evidencia aún más dramática: para cuando la población mundial haya vuelto a los 8 mil millones de hoy –es decir, en unos cien años– habremos destruido el planeta con nuestro descuido ambiental, para no hablar de la descomposición social y degradación política. Es decir, esos tataranietos serán parte de una humanidad decreciente que vive en un planeta irreconocible por el calentamiento, las inundaciones, sequías, sociedades disfuncionales, etc. Es como alegrarse de que te hayan robado el auto porque ya no tendrás que gastar en gasolina.
Ahora, ese decrecimiento de la humanidad hasta volver a la del año 200 D.C. puede llevarnos a todo tipo de especulaciones, escapes y consuelos como: ¿qué me importa lo que les pase a los bisnietos de mis bisnietos? O, ¿qué importancia tiene que la humanidad termine desapareciendo si ya ha cumplido (o no ha cumplido) su misión en la tierra? O, ¡bien merecido lo tenemos por no haber sabido cuidar lo que nos dio el Creador!, etc.
En todo caso, ese escenario ya es más que ciencia ficción. Dentro de poco (en escala evolutiva) iniciaremos una implosión demográfica sin precedentes. Hasta la fecha, la humanidad no ha mostrado mucha sabiduría en reaccionar a las proyecciones con cambios de comportamiento y no veo de dónde sacar optimismo. Consuélese cada uno como quiera, o cierre los ojos al futuro si prefiere.
Gráficos tomadas del New York Times: