Entre los varios conceptos que vienen distorsionando percepciones y programas universitarios y de Gobierno en materia educativa están los de liderazgo, emprendedurismo e innovación. Casi no hay escuela de negocios que no ofrezca hacer de sus alumnos líderes innovadores y creativos; todos ellos, se subentiende, desde que aprueben las materias correspondientes.
Si una sociedad apuntara a formar solo líderes, sin que haya para ellos buenos segundos o seguidores eficaces, habría que adoptar una definición de liderazgo que elimine su carácter de exclusividad; en ella, todos pueden ser líderes; de sus barrios, edificios, familias o incluso líderes de sus propias decisiones; con lo que el concepto mismo de liderazgo quedaría como un limón chupado.
Algo similar sucede con el emprendedurismo, muy en boga hoy en día en las universidades e incluso en algunos programas de Gobierno, como una destreza imprescindible entre quienes quieren ser alguien en la vida. Si vemos algunos programas de universidades o escuchamos a candidatos a la presidencia, da la impresión de que no hay un solo joven en el país que no esté genéticamente equipado para ello porque somos “un país de emprendedores natos”; no es solo que quieran serlo: es un deber patriótico.
La imagen que se vende es la del héroe de los negocios que, superando los riesgos y obstáculos que le pone el mercado en su camino, alcanza éxito, fama y fortuna, contribuyendo por añadidura al desarrollo nacional.
Uno de estos candidatos es Samuel Doria Medina, quien en su programa de Gobierno propone que en el quinto y sexto año de secundaria se incluya la materia correspondiente para que todos los bachilleres sean emprendedores formados con las herramientas necesarias para desarrollar proyectos económicamente exitosos.
La idea me parece desatinada y me alegra que no fuera parte del currículum cuando yo estaba en el colegio. Soy ingeniero de formación y escritor de oficio y muchas personas que admiro -médicos, historiadores, sociólogos, abogados, pintores, físicos, filósofos- han alcanzado la cúspide de sus aspiraciones profesionales sin nunca haber deseado ni necesitado ser emprendedores y sospecho que hay entre nosotros no un desprecio por el vil metal, pero sí la convicción de que, entre los grandes objetivos en la vida, saber y comprender están por encima de ganar y poseer, al menos en el terreno de los valores morales.
No critico a los padres que han incentivado a sus hijos a buscar la acumulación financiera ni niego que me hubiera sentido más seguro en la vejez si mis hijas lo hubieran hecho, pero no estaría tan orgulloso de ellas como lo estoy. El modelo educativo que se busca no es ajeno a una escala de valores implícita y claramente el modelo de Samuel se desprende de sus propios logros, innegables, por cierto.
A las divergencias entre oferta y necesidad, se suma la que hay entre el riesgo y el éxito. Supongo que no es necesario recordar que en esta vida no hay éxito económico sin riesgo económico, y que ahí donde encuentran fortuna diez emprendedores, se quedan en la cuneta del fracaso otros diez o más; por dar números ilustrativos. En los quehaceres económicos no hay éxito sin riesgo; es decir, sin la posibilidad real de una pérdida, incluso total.
Apetito para estas apuestas hay mucho, como sabemos; así como hay en este mundo aún más personas que desean para sí otro tipo de éxito –agrónomos, politólogos, poetas, antropólogos, matemáticos, violinistas– para quienes esos cursos de emprendedurismo serían una soberana pérdida de tiempo.
Anticipo que este será un componente de la propuesta educativa de Samuel que no pasará del papel. Esta no debe ser una razón para no votar por él. Afortunadamente, otros componentes de su propuesta y programa tienen mejores perspectivas de implementación e impacto y, lo que ningún votante debe perder de vista es que él es el único candidato cuyo acompañante de fórmula tiene posibilidades reales de administrar la compleja relación con la Asamblea; tarea crítica en el periodo de gobernabilidad fragmentada que se avecina.
Otro tema de mucho atractivo comercial en lo académico estos días es la innovación. De esta se podría escribir un texto similar al famoso ensayo La imaginación en Cochabamba, de Miguel de Unamuno, donde él se explaya señalando las diferencias entre lo que es la verdadera imaginación y lo que pasa por imaginativo y señala que “en esto de la imaginación reinan grandes confusiones. Se toma por imaginación lo que no es sino facundia y una perniciosa facilidad de hablar o de escribir” y otras verdades a tomar en cuenta.
Algo similar se puede decir de la innovación y la creatividad, que con frecuencia se confunden con lo simplemente novedoso y las variaciones anodinas sobre el mismo tema. Las verdaderas innovación y creatividad son cosas raras que algunas escuelas de negocios trivializan convirtiéndolas en materias de currículum, que pueden ser enlatadas en metodologías al alcance de todos.
Así como en toda sociedad los genios del arte y de la ciencia son siempre una minoría, los grandes emprendedores, los que logran grandes transformaciones que benefician a la sociedad son casi siempre los que, además de tener virtudes de liderazgo, son capaces de innovar con creatividad (casi un pleonasmo); es decir, siempre también unos pocos.
Toda sociedad los necesita y debe crear las condiciones para que florezcan aquellos que tienen las aptitudes, pero no por eso se debe subestimar los aportes que hacen a la sociedad otras profesiones y ocupaciones, incluso las aparentemente inútiles o incluso las burocráticas, siempre despreciadas por ser poco glamorosas, pero sin las cuales los emprendedores no pueden construir y la sociedad como un todo no puede desarrollarse.
Todos tienen su lugar de potencial valor en el tablero de la vida, y a veces el Gran Jugador sacrifica torre y dama para dar mate con un peón.
Jorge Patiño Sarcinelli es escritor boliviano.