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Sin embargo | 06/09/2023

La glorificación de la codicia

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

Hace unas semanas publiqué un artículo rebatiendo las visiones de Antonio Saravia y Jaime Dunn. El primero me ha contestado esta semana. Celebro que tengamos estos intercambios, ya que, por pequeña que sea la posibilidad de dar mate, quizá los jaques mutuos sirvan a los lectores para alimentar sus reflexiones.

Este escepticismo sobre la posibilidad de un jaque mate viene de que Saravia y yo no solo tenemos visiones distintas de una sociedad ideal, sino que percibimos realidades diferentes. En la suya, los bolivianos somos todos emprendedores creativos, los empresarios no abusan de nadie ni dañan el medio ambiente porque eso no es sostenible, la gente se puede organizar por su cuenta para financiar salud, educación, arte y ciencia, construir caminos e iluminar calles, y el capitalismo ha demostrado sus bondades humanistas elevando los ingresos de los pobres y creando sociedades humanistas. Lo mostraré abajo citándolo.

Como de premisas fundamentales distintas no puede salir un acuerdo, aquí podría terminar el debate. Pero sería una lástima perder la oportunidad de ampliarlo, pues tesis como las de Saravia, por equivocadas que sean sus premisas, vienen de la mano de políticos como Milei y otros. El peligro es real y eso, hay que lamentarlo, no dice bien de la democracia, pero es lo que hay.

Comencemos con el concepto de solidaridad que yo usé en mi anterior artículo como ejemplo de un valor que está en oposición a la libertad individual absoluta, lo que obliga a las sociedades a buscar equilibrios. Creí que estaba claro que cuando hablo de solidaridad como “virtud colectiva” (el término que usé), me refiero a los diseños institucionales de redistribución de riqueza. Para Saravia, solidaridad es caridad, es dar limosna en la calle.

“La solidaridad es voluntaria y, por lo tanto, requiere de libertad. No existe, por lo tanto, una contradicción entre estos dos valores. Si priorizamos la solidaridad, no podemos usar el poder del Estado para coaccionar a unos en ayuda de otros porque entonces la habremos eliminado”.

La solidaridad que yo defiendo como parte esencial de las políticas públicas obliga al que gana más a pagar más impuestos para financiar los mecanismos de redistribución y redes de protección –educación, salud, seguro desempleo, etc.–. Esto nada tiene que ver con la “solidaridad voluntaria” de Saravia, quien, obsesionado con la libertad individual, no reconoce el bien común.

Pero, para que no pensemos mal, él nos asegura que sí tiene corazón:

“Por supuesto que tengo esa preocupación (por los demás). Lo que pasa es que tenemos dos diferencias importantes. La primera es que yo no estoy de acuerdo en ayudar a los demás coaccionando a otros”.

Su concepto de solidaridad es “ayudar a los demás”. Él quiere ser libre de elegir la ropa usada que regale y lo que él teme es que venga un comisario del pueblo y le diga qué zapatos donar. El espectro del comunismo sigue suelto.

Efectivamente, no hay “contradicción” entre libertad y caridad, pero existe el dilema económico de encontrar un equilibrio entre las demandas financieras de Estados que redistribuyen más o menos. Esto debería entenderlo un economista.

Los recursos del Estado son siempre limitados y el dilema real es cuánto recaudar y qué acciones públicas deben financiarse con impuestos. Ya que él acepta, como lo dice en otros artículos, que se cobren impuestos para financiar a una Policía que proteja sus bienes, al menos reconoce el dilema, pero su solución es la minimización del Estado casi a cero. Lo que no explica es qué servicios deben mantenerse en su modelo totalmente voluntario. ¿Quién financia caminos? ¿Supervisores bancarios? ¿Iluminación de calles? ¿Protección del medio ambiente?

Escuelas dice que no. “El mundo está lleno de ejemplos de proyectos privados de educación”. Esos colegios privados, cuya calidad está tan estratificada como la sociedad, refuerzan la concentración de riqueza. La desigualdad en el acceso a la educación es la más perniciosa de las desigualdades porque las agudiza.

Su sociedad es de personas que cumplen su obligación social garantizando resultados económicos que justifiquen su lugar bajo el sol:

“Cada mañana, entonces, debemos salir a tratar de proveer un producto o servicio que beneficie a los demás porque, de lo contrario, no podremos generar ingresos y cumplir nuestros objetivos. Garantizar un determinado resultado o ingreso a alguien que no asuma este riesgo y esta responsabilidad será solo posible coaccionando a los que sí lo hacen. Y, otra vez, eso no es solidaridad, sino coacción”.

En este su párrafo de cartilla aparecen otra vez su solidaridad de limosna y el mantra de “generar ingresos”; la codicia como sentido existencial de ese ciudadano que madruga.

Saravia repite el credo de que “Bolivia es ya un país de emprendedores, y de los más creativos”. ¿Hay datos para sustentar esta afirmación o es solo la repetición de un mito conveniente?

No hay que preocuparse, dice él, con los daños que causen esos pequeños capitalistas (ni los grandes) porque “Uno no puede ganar dinero sostenidamente en el tiempo sin tratar bien a la gente “. Curioso, cada día vemos en las noticias empresarios que abusan a sus empleados y contaminan el medio ambiente de manera sostenida, tanto como les permita la insuficiente vigilancia del Estado. Saravia al parecer lee otros periódicos.

“La evidencia empírica es incontrastable (sic), el capitalismo liberal ha sacado a millones de la pobreza en todo el mundo. Por todo esto, y sin lugar a ninguna duda, una sociedad capitalista tiene más dosis de humanismo que cualquier otra”.

El humanismo para Saravia se reduce a sacar a la gente de la pobreza; es decir, los ingresos como medida universal de realización. Sacar a millones de la pobreza no es prueba de nada y menos de humanismo. China y Rusia lo han hecho, pero ¿a qué costo humano?

Aquí tropezamos con otra de las piedras fundamentales del pensamiento de Saravia, su fe ciega en el capitalismo. Este tiene varias versiones en la práctica, pero si tomamos la de su país adoptivo como muestra, hay en sus indicadores sociales más fracasos que virtudes. Desafío a Saravia a que nos muestre esa “evidencia empírica incontrastable” señalando países donde ese su capitalismo puro y duro, pero humanista, ha sacado a millones de la pobreza, sin incluir en sus sistemas una dosis de redistribución.

En mi anterior artículo yo decía que una sociedad debe conjugar libertad con solidaridad y otros valores, pensando en una sociedad donde el hombre sea libre de dedicarse a madrugar, producir y ser rico, si eso lo hace feliz, pero existan las condiciones para que otras formas de realización sean alcanzables y reconocidas.

A Saravia le espanta la dictadura del Estado. A mí también, pero él no reconoce la dictadura del mercado, que impone la producción de lo que vende más, reprime las actividades inútiles que maduran en el largo plazo y castiga al que cojea. Por eso las mejores sociedades buscan no la igualdad de ingresos, sino un equilibrio que premie al que enfrenta el riesgo, pero lo incentiva atenuando la caída, que apoya al que no puede competir y al que trabaja por los demás, los de hoy o los de mañana. En fin, busca por encima de todo el bien colectivo. Para eso el hombre ha creado sociedades, no para matarse en una carrera cuyo único premio es la victoria financiera.

Lo que está en juego en este debate que gustosamente sostengo con Dunn y Saravia es la visión de una sociedad más justa, tolerante, solidaria y más libre en un sentido existencial. Admito una vez más que no tengo la receta para alcanzarla y la humanidad sigue fracasando en ese intento, por diestra y siniestra, pero no debemos perder de vista que el norte de toda propuesta debe ser la creación de una sociedad que aspira a proporcionar al ser humano más riqueza que la material y a formar individuos cuya libertad se refleje en la diversidad de caminos que eligen, sean estos productivos, creativos o incluso inútiles a ojos del mercado, pero que enriquecen el suelo que alimentará las generaciones futuras.

Dice el Zhuangzi (compendio de sabiduría china): “Todo el mundo conoce la utilidad de lo que es útil, pero pocos conocen la utilidad de lo inútil”. 



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