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Sin embargo | 24/08/2023

El capitalismo libertario llega al país

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

En el tedioso panorama político actual, copado, ante la ausencia de un discurso de oposición que ilusione, por evistas y arcistas intercambiando piropos a diario, han surgido dos nuevas voces: las de Antonio Saravia y Jaime Dunn. Comento sus visiones, no por sus posibilidades reales –aunque todo es posible en el mundo de Trump y Milei–, sino porque es lo único que me provoca mientras esperamos que aparezca cosa mejor al final de este túnel de lágrimas.

Como mostraré en lo que sigue, me separan de ellos profundas diferencias de opinión y de visión del mundo, pero ambos son intelectuales que merecen respeto porque traen propuestas en las que creen, sin temor de expresarlas en un ambiente adverso. No conozco todo lo que ellos proponen y supongo que entre ellos hay diferencias, y si aquí los meto en la misma bolsa, es por debatir con sus similitudes; no por igualar.

Ambos son defensores a rajatabla de la libertad, el valor que ponen por encima de los demás. Nadie se opone a ella, claro está, excepto el sindicato de los carceleros, pero la libertad para ellos es aquella gran ilusión del altar de los libertarios: la que dice que uno es libre si nadie le impide hacer lo que quiera (mientras no se toque la libertad del otro, como se aclara). Es lo que se llama “libertad negativa” porque se define por la ausencia de impedimentos a los caprichos de la voluntad; libertad nunca absoluta porque esos caprichos están inconscientemente condicionados.

El hombre solo en el desierto es el ejemplo más puro de esa libertad, pues nadie le impide hacer nada (y nada puede hacer). Quien se casa da un ejemplo de otra opción de libertad; la que implica sacrificios de la primera, pero viene con las compensaciones del poder construir más que estando solo. No doy el ejemplo por romántico, sino porque es la versión simplificada del dilema colectivo de elegir entre la selva de las libertades individuales y la solidaridad; esta gran virtud colectiva que no siempre está alineada con esa libertad negativa, porque obliga a perder minutos en la carrera para ayudar al rezagado que cojea, a veces sin más recompensa que la satisfacción del gesto.

La preocupación por los demás está ausente en el pensamiento de Saravia y, hasta donde puedo ver, de Dunn, quienes, obsesionados con su modelo de emprendedores en busca de libertad para hacer negocios no se preocupan con aquellos que por condiciones naturales o sociales no pueden competir en igualdad de condiciones. Pero la igualdad, ya lo ha aclarado Saravia, no está entre sus prioridades, que solo apuntan a la premiación mercantil de los que más trabajan. Su lema es: al que madruga el mercado lo ayuda.

Cuando hay valores en oposición, que es la más de las veces, hay que optar por sacrificios de uno en beneficio de otro. La opción de Saravia de sacrificar la solidaridad por la libertad es el extremo libertario. La opción de sacrificar la libertad por la solidaridad es el extremo comunista. En medio están las combinaciones sensatas entre las cuales debe decidir una sociedad entre libertad, solidaridad y otros valores fundamentales.

Tanto Saravia como Dunn basan sus propuestas en una visión simplificada: la de una sociedad de emprendedores. No sé qué proporción de una sociedad puede ser conformada por personas dedicadas a surfear a diario en las olas de la incertidumbre. Es sin duda sano que en una sociedad haya una parte que cultiva el riesgo, sabiendo sus consecuencias, claro, pero no imagino un casino social, donde todos los mayores salen cada mañana a cazar y desarrollar oportunidades.

Si lo que ellos quieren decir es que su fantasía distópica se limita a un puñado de emprendedores, motor del crecimiento, tendrían que aclararlo. Pero, admitamos, eso es como refaccionar la cocina más que hacer una nueva casa, que es lo que necesita el país después de años de desaciertos neoliberales y destrozos masistas.

Ellos deben también explicar cómo quedan en su modelo los pacatos que prefieren la estabilidad (casi siempre la mayoría) y los que optan por menesteres de menor impacto financiero inmediato, pero mayor rédito personal o colectivo en lo cultural, espiritual o social, sin las cuales la sociedad es más pobre, incluso económicamente.

Los modelos económicos cortoplacistas no premian la investigación o el arte que dan frutos una generación después. Solo la participación de un Estado que puede financiar la educación como bien común de largo plazo puede hacerlo. Sin embargo, al menos Saravia no cree que la educación deba ser tarea del Estado, que debe dedicarse exclusivamente a proteger su libertad y su casa. Quizá funcione en su Texas adoptivo, pero no en Yotala o Magdalena.

Esa simplificación social se complementa con una simplificación política. Ambos tienen ese defecto en la vista que solo ve blanco o negro, capitalismo o socialismo. Sorprende que personas con su inteligencia y formación pongan en la misma bolsa al socialismo del MAS, que de socialismo solo tiene el nombre, los modelos redistributivos de los países nórdicos o Canadá, el socialismo del PS español y el de Orwell. Sin embargo, leyéndolos parecería que el terror soviético es la única alternativa a sus modelos.

Ellos se engañan creyendo que, porque la gente defiende lo que es suyo –instinto que es universal no boliviano, como dice Dunn– los bolivianos son capitalistas de corazón. Ese capitalismo primitivo que surge de la defensa de la propiedad sin respeto por el derecho de los demás es lo que vemos, por ejemplo, en los choferes de El Alto, que defienden sus minibuses y sus líneas monopólicas, pero se oponen a chicotazos a los que quieren la ley. Ese amor a lo propio sin respeto por el beneficio colectivo, la democracia o el imperio de la ley es tan capitalista como el MAS es socialista.

Uno de los grandes mitos bolivianos es que somos un país de emprendedores. Sin duda tenemos empresarios exitosos en todos los niveles sociales –creativos, inescrupulosos, trabajadores o angurrientos; de todo hay en la viña del capitalismo– pero ese país de emprendedores creativos inmunes al riesgo solo existe en la leyenda o está escondido en una potencialidad no manifiesta. El dilema de Dunn entre un país de proletarios y uno de propietarios es un bonito juego de palabras, pero es una simplificación que limita la realidad a dos extremos. Creer que formalizar la informalidad es la panacea no es más que expresar un deseo compartido. De ahí a la meta hay mucho camino por diseñar.

Más allá de las simplificaciones, lo que me espanta de las visiones de Saravia y Dunn es su falta de humanismo. Su sociedad es de individuos dedicados a ganar la mayor cantidad de plata que permita el mercado, donde la solidaridad y el bien colectivo son lastres a esa iniciativa egoísta que solo busca aumentar la riqueza colectiva, medida como la suma aritmética de riquezas monetarias individuales, sin importar las consecuencias de la inevitable distribución de capacidades naturales ni los resultados del azar. Su sociedad es el retorno a la pesadilla de Hobbes, de la cual huyeron los hombres creando sociedades de protección mutua y colaboración.

Ese país de angurria y dientes afilados que valoriza a los emprendedores que más ganan, me produce la misma reacción que el nazismo. En lugar de una raza superior, tenemos un ser humano que expresa su superioridad en ganar más dinero sin mirar dónde pisa. Al perdedor, la cuneta. Ese no es un modelo compatible con los valores de nuestro país, similares a los de otros pueblos en desarrollo: más colectivista, conservador y considerado con el prójimo de lo que ellos creen, pero hay que preocuparse con este tipo de recetas. Ahí están Milei y Trump para demostrarlo.

No tengo un modelo alternativo para Bolivia y menos un líder que sugerir, pero me resisto a creer que no sea posible un modelo de sociedad donde haya espacio para todos y donde la libertad vaya casada con la solidaridad. Una sociedad sin una dosis de humanismo no merece ser objeto de nuestros sueños.



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