Henry Kissinger acaba de fallecer a sus
cien años dejando tras de sí una obra monumental. No sólo se trata de un
pensador y diplomático con libros de gran calado (La diplomacia
evidencia una erudición y agudeza extremas, que le sirvió para determinar el
ADN geopolítico de la posguerra fría, así como Orden mundial le sirve para
orientarse en este siglo XXI, líquido como incierto), sino el ejercicio de un
pensamiento estratégico volcado a las relaciones internacionales que se revela
escaso, sobre todo en América Latina y casi inexistente en el país, salvo por
la producción del excanciller Gustavo Fernández (informado y moldeado bajo el
buen ejemplo de Kissinger): poner el conocimiento exhaustivo, infatigable y
exigente del análisis histórico al servicio de la acción. Nada de intuiciones,
t’inkazos y menos de improvisación, sino acción inteligentemente orientada.
Para comprender y adentrarme en el pensamiento de Kissinger me ayudó la lectura de las páginas introductorias de El gran engaño de Paul Krugman, donde reseña su tesis doctoral, A World Restored(Un mundo restaurado). Krugman escribe: “Podría pensarse que una tesis sobre los esfuerzos diplomáticos de Metternich y Castlereagh no tienen relevancia para la política de Estados Unidos en el siglo XXI. Pero las tres primeras páginas de la obra de Kissinger me produjeron escalofríos, pues, dados los acontecimientos actuales, son de una gran pertinencia”. Y son de gran pertinencia, pues trazando paralelos históricos –sin reivindicar equivalencias morales–, se pueden extraer sustantivas orientaciones estratégicas. En esto Kissinger es magistral, y al estudiarlo no sólo se aprende de historia, sino de cómo valerse de ella (de lo sucedido en el pasado) para actuar en el presente y futuro con un alto grado de certeza y acierto.
Kissinger en su tesis doctoral está preocupado y ocupado infatigablemente en cómo Estados Unidos puede enfrentar de manera eficaz a los regímenes totalitarios de los años 30 del siglo XX. Y para saber de qué estamos hablando exactamente, expongo dos de sus tesis: la primera, un poder revolucionario, que no considera legítimo el sistema existente, no se siente obligado a respetar las reglas de juego; y la segunda, un poder revolucionario, que no aceptar la legitimidad del sistema en vigor, tampoco respeta el derecho de los demás a criticar sus actos.
Todo aquel que lo cuestiona puede esperar un contraataque sin miramientos (ejercitando su método de pensamiento escribí en mi libro Democracias callejeras un ensayo titulado “La sinuosidad revolucionaria”, donde planteo algunas tesis estratégicas: primera, la revolución se justifica por el descontento extremo del pueblo, pero a su vez el extremismo revolucionario queda invalidado por un nuevo descontento popular; segunda, las revoluciones socialistas proponen el bienestar total aunque terminan produciendo un nuevo malestar colectivo; tercera, el marxismo se equivocó en todo respecto a la revolución, salvo que el capitalismo abandonado a sus peores instintos acaba por producir su peor pesadilla; cuarta, las revoluciones socialistas pretenden resolver todas las contradicciones, pero acaban produciendo otras nuevas y entrando a su vez en sucesivas contradicciones; quinta, las revoluciones acumulan un gigantesco poder y ante cada nuevo golpe reaccionan golpeando cada una de las mejillas de su ocasional rival; y sexta, la revolución socialista es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero en su desarrollo acaba por tomar el rostro del popular Jefe).
En su libro China, repasa la manera en que el coloso oriental abordó la diplomacia y reflexiona sobre su protagonismo en el siglo XXI, al tiempo que reconocemos a Kissinger como el gran artífice de la apertura de China al mundo con su visita en 1971 como secretario de Estado y con la preparación de la que al año siguiente llevaría adelante el presidente Nixon. Por tanto, se hace merecedor del título que Thomas Carlyle reservaba a los grandes hombres como “héroes” pues cambian el curso de la historia.
Y en su último libro, Liderazgo, Kissinger se aboca a repasar las figuras de Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Richard Nixon, Anwar Sadat, Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher, con el objetivo de que nuestro siglo XXI no se vea privado de esos grandes líderes que tuvo el siglo XX por su alto sentido de Estado, y de los que hoy casi nos sentimos en orfandad casi crónica y de ahí que sintamos caminar a tientas en la caverna platónica.