Comparto los criterios vertidos por Robert Brockmann en su columna El punto sobre la j, publicada en Brújula Digital. No es un invento de nadie que los judíos conforman un pueblo que ha sido sojuzgado, perseguido, masacrado y discriminado durante siglos. Tiempos de relativa calma terminaban ineludiblemente en pogromos, masacres y acusaciones histéricas de evangélicos y católicos (paradójicamente, los musulmanes convivieron con judíos muchas veces con mayor tolerancia).
Después de la salida de Judea-Palestina, hace 2.000 años, que marcó la gran diáspora judía (no la primera ni, por supuesto, la última), ese pueblo se dispersó por amplias regiones de Medio Oriente y Europa. Sus miembros prosperaron, por ser parte de un pueblo industrioso e inteligente, pero siempre estuvieron en riesgo: la vieja tradición cristiana de que habían causado la muerte de Jesús los perseguía, junto con decenas de otras absurdas creencias, como que se cebaban con la sangre de niños cristianos.
No deseo abundar en más detalles porque Robert ya los ha incluido en su columna y, además, como él mismo dice, varios de esos elementos están en el libro de nuestra autoría, Escape a los Andes.
A estas alturas del desarrollo de la historiografía creo que negar ese sufrimiento es absurdo. Los historiadores serios coinciden con los rasgos principales de estos hechos.
Ante esa persecución, líderes judíos empezaron seriamente a pensar en crear un Estado propio para protegerse. ¿Pero dónde? Hubo varias posibilidades, que Robert ha detallado, algunas de ellas disparatadas. Ninguna funcionó. La que Theodor Herzl ideó hacia fines del siglo XIX empezó a tomar forma entre sectores judíos: volver a Judea-Palestina. Está en la conciencia colectiva de los judíos (y nada menos, presente en la Torá, el Antiguo Testamento), que ese es su territorio, la “tierra prometida”. No era descabellado, entonces, considerar a Judea-Palestina como posible destino de los judíos para protegerse de las persecuciones que sufrían en varias partes de Europa. Es lo que se ha venido en llamar “sionismo”.
De hecho, desde fines del siglo XIX, empezó una lenta migración judía hacia el actual Israel. Esta se aceleró con la llegada del nazismo al poder en los años 30 del siglo XX. Las dudas que varios poderes europeos expresaban sobre la creación de un Estado judío terminaron de disiparse después del Holocausto. Ya no era posible impedir, tanto moralmente como en la práctica, que los judíos tuvieran un lugar para protegerse. La creación de su Estado era imperativa. Los horrores de la Segunda Guerra hicieron inevitable su creación.
En 1947 el mundo árabe rechazó la partición de Palestina, propuesta por NNUU. Ante esa negativa, milicias judías lanzaron ataques terroristas (en el sentido que eran agresiones violentas contra civiles) para obligar a miles de palestinos a abandonar sus viviendas y sembradíos.
Gran Bretaña, que dominaba el Medio Oriente después de la derrota del imperio otomano, tomó la muy difícil y comprometedora decisión de crear el Estado de Israel, en 1948. Pero había un pequeño detalle: durante los 2.000 años que los judíos habían estado fuera de esa región, otros pueblos habían seguido desarrollando allí su cultura, especialmente los palestinos.
Dice Reza Aslan en su hermoso libro El Zelote, que durante milenios los árabes ocuparon el Creciente Fértil (Mesopotamia) y todo el Medio Oriente. Ya en el siglo IX a. C., los asirios documentaron su presencia en el Levante, Mesopotamia y Arabia. Y parte de esos pueblos árabes son, obviamente, los palestinos, de los que Heródoto escribió en el siglo V a. C. (según nos cuenta el libro Caminando con Heródoto de Ryszard Kapuscinski).
Y todos ellos, oh casualidad, se llaman “pueblos semitas”. Así que árabes y judíos son realmente hermanos, como dijo alguna vez el líder palestino Yasser Arafat.
Sin embargo, lo que Robert no dice es que a esa región, abigarrada y poblada, querían llegar los judíos. La esperanza del pueblo judío, de contar con un Estado que los protegiera, se convirtió, al mismo tiempo, en la tragedia de los palestinos. Millones de judíos llegaron a la zona en muy poco tiempo y para asentarse desplazaron de manera violenta a sus moradores. Los países árabes no pudieron, pese a sus esfuerzos militares, impedir aquello.
Mucho se ha debatido sobre la decisión de los líderes árabes de no haber aceptado la propuesta de división de Palestina de 1947. Algunos señalan que quienes se oponían tenían razón, porque iba a dejar a los palestinos en una situación de extrema fragilidad, que es precisamente lo que ha sucedido. También se ha debatido el hecho de que líderes judíos se opusieron una década antes, en 1937, a la propuesta de la denominada Comisión Peel, a esa misma idea. Cuantas muertes se hubieran evitado si se impulsaba esa solución.
El puntilloso resumen de hitos históricos de la relación entre Israel y Palestina que presenta Robert no menciona que se estima, según NNUU, que unos 750.000 palestinos fueron forzados a migrar desde 1947 y unos cuatro millones más en las décadas siguientes al estallar las diferentes guerras árabe-israelíes.
Diversas resoluciones de las NNUU han exigido que Israel entregue compensaciones a los afectados por haber alentado que ciudadanos judíos tomaran sus casas, empresas, parcelas y bienes muebles. Israel no ha cumplido. Barrios árabes enteros de ciudades mixtas y 500 pequeñas localidades y villorrios palestinos fueron vaciados en su totalidad. Huyó hasta el último palestino de los ataques de las milicias y, después, del Ejército israelí. Se produjeron decenas de masacres de palestinos entre 1947 y 1949. El paralelo con las persecuciones que sufrieron los judíos en Europa es estremecedor. Ponga el lector las fotos de las familias judías forzadas a abandonar sus casas al lado de las palestinas y se verá la similitud.
El drama se demuestra con la manera opuesta que estos dos pueblos ven el mismo asunto: Para Israel el haber habilitado tierras para la llegada de judíos marca su independencia, que se celebra el 14 de mayo. Los palestinos recuerdan esos eventos como Nakba, o catástrofe, y lo hacen un día después.
Las guerras promovidas por países árabes no hicieron en los años siguientes más que empoderar al Estado de Israel y debilitar a los palestinos. La Guerra de Los Seis Días provocó nuevas migraciones masivas, de cientos de miles de personas, y la ocupación de Israel de más territorios.
Una vez creado Israel se dividió Jerusalén bajo una administración israelí, en su parte oeste, y palestina, en la este. Muchos de los palestinos forzados a abandonar sus casas se fueron a la zona oriental del actual Israel. Al contraatacar las ofensivas árabes, el Ejército Israelí tomó también la totalidad de Jerusalén y los altos del Golán después de la Guerra de los Seis Días, de 1967, además de la totalidad de Cisjordania. Esas zonas se denominan, con precisión, “territorios ocupados”. Como una manera de rechazo a ello, la gran mayoría de países que tienen embajadas en Israel no las instalan en Jerusalén, la ciudad árabe-judía, sino en Tel Aviv. Las NNUU no reconocen la ocupación de Israel de Jerusalén oriental y la Corte Internacional de Justicia considera a ese país como una “potencia ocupante”, lo mismo que en Gaza, debido a que controla los espacios aéreo y costero.
Israel ha errado en su relación con los palestinos. Como dice Henry Oporto en su artículo en Brújula Digital, se esperaría que precisamente por haber sufrido el Holocausto, su posición respecto del polo más débil, en este caso los palestinos, demostrara mayor grandeza y responsabilidad, como lo exigen decenas de intelectuales, políticos y artistas judíos e israelíes. Pero no ha sido así. De hecho, ha mantenido a Gaza durante años totalmente aislada, al punto de destruir también sus puertos lo que ha inviabilizado incluso la pesca artesanal. Y en el otro sector palestino, es decir Cisjordania, ha organizado asentamientos de judíos, justo al lado de los pueblos palestinos. Israel perfectamente podría crear esos asentamientos en “su” territorio, no en Cisjordania, pero la idea de sus autoridades es diluir lo más posible la identidad palestina hasta que llegue el momento en que esta se disuelva en un Estado que los engulla, es decir Israel. Lo que Israel exigía hasta 1948, tener su propio Estado, lo niega a sus vecinos palestinos.
El New York Times ha revelado documentos que comprueban que el extremista jefe de Gobierno de Israel, Benjamin Netanyahu, ha favorecido acciones de Hamás en Gaza, y debilitado al Gobierno democrático palestino de Cisjordania, para inviabilizar las negociaciones tendentes a crear dos Estados, que es la política oficial de NNUU para resolver este terrible tema.
Hamás, el grupo armado que domina Gaza, inició un ataque terrorista el 7 de octubre pasado, mediante el cual mató a unos 1.200 ciudadanos israelíes y secuestró a otros 250. Y cómo no hay manera de negar que los judíos han sido perseguidos durante siglos, no hay manera de negar ahora que la reacción israelí ha sido desproporcionada, frenética. Atroz, en una palabra. Los muertos ya bordean los 35.000 según varias fuentes, no solo las de Hamás.
Y dos tercios de ellos son niños y mujeres. En proporción es como si hubiera muerto la totalidad de la población de Tarija. Las cifras de la destrucción de las ciudades de Gaza son infernales: 290.000 casas y departamentos, 32 hospitales, tres iglesias, 341 mezquitas, 100 colegios y universidades y 55 sedes de medios de comunicación (y 103 periodistas muertos), según un recuento de NNUU y el Banco Mundial. No hay una destrucción urbana de este calado desde la Segunda Guerra Mundial. 1,1 millones de palestinos, la mitad de la población, ha quedado sin casa. Por cada muerto judío desde el 7 de octubre, han muerto 30 palestinos. Como señaló Francesco Zaratti, el “diente por diente y ojo por ojo”, es un mecanismo de respuesta proporcional. Israel no lo ha cumplido. Y ahora impide la llegada de alimentos, que ha hecho que una parte de los palestinos solo pueda tener una comida por día o, incluso, una cada dos días. Han muerto niños y personas mayores por falta de alimento.
Por intentar exterminar a Hamás, Israel está asesinado a miles de inocentes. Y la dirigencia de Hamás siguen más o menos indemne. Quizás hasta se fortalezca. Como dice el historiador e intelectual israelí de renombre internacional Yuval Harari, Israel está destruyendo, con cada muerte, su prestigio y su prestancia moral.
Raúl Peñaranda U. es periodista. Ha visitado Israel y los territorios palestinos.