En el habla popular de redes sociales se habla del “momento humilde”. El “momento humilde” es como un ex tóxico que da pena aceptar, una vergüenza colectiva, una ridiculez. Si bien tiene un tono irónico y satírico (una forma de lidiar con un pasado vergonzoso), eso no quita que los “momentos humildes” sean también momentos de mucho peligro, pero de los que se ha logrado avanzar.
Bolivia ha tenido sus propios momentos humildes. Por ejemplo, elegimos a un dictador como Presidente constitucional. Todos los desastres en derechos humanos, las desapariciones y la violencia estatal de los años 70 fueron lavados, de alguna forma, bajo un discurso democrático.
De manera similar, el gobierno de Jeanine Áñez, cuyo decreto derivó en las masacres de Senkata y Sacaba, llegó incluso a ser justificado como una “vuelta a la democracia”, aunque estuvo marcado por una corrupción desmedida y por el matonaje de su ministro de Gobierno, hoy preso y deportado desde Estados Unidos.
Estas son historias absurdas de la historia boliviana que debemos cargar como “momentos humildes”: vergüenzas pasadas que se hicieron pasar por democráticas. Y lamarlas “vergüenzas” no es la opinión de este humilde escritor; lo afirman organismos internacionales de derechos humanos que nos recuerdan esos episodios lamentables de la vida boliviana. No hay interpretación alternativa posible: son hechos.
Hoy, sin embargo, nos encontramos ante la posibilidad de otro “momento humilde”. La figura de un candidato a la Vicepresidencia, apodado por las redes sociales como el “m4t4collas”, debido a comentarios hechos en redes hace poco más de una década, ha despertado una ola de indignación entre activistas, periodistas y ciudadanos.
En redes, también se juega con la ironía: frases como “Quiero vivir JP” o “No me mates JP” se han viralizado como burla frente a los comentarios en la cuenta de twitter @Jpvel, que alentaban a quitar la vida a personas denominadas como “collas” o que afirmaban que los seguidores de la whipala serían “animales”.
Pese al riguroso trabajo de dos verificadoras de noticias falsas (ChequeaBolivia y Verifica.bo) y el respaldo generalizado de la prensa boliviana, aún circulan versiones que sostienen que los mensajes podrían ser un montaje. Sin embargo, esas afirmaciones no han podido refutar las pruebas presentadas por las verificadoras, y la cuenta está registrada oficialmente ante el Tribunal Electoral.
La respuesta de JP Velasco y su equipo ha sido la eliminación de su cuenta, el negacionismo total y la minimización del tema, proponiendo “hablar de propuestas” en lugar de asumir la discusión sobre el racismo. Lo más lamentable es que parte de la población justifica esos comentarios diciendo que “era joven”, que “todos decimos tonterías a los 24 años”, o incluso que “es parte de la eterna pelea entre cambas y collas”.
Hannah Arendt, con su célebre reflexión sobre la banalidad del mal, advirtió, tras el juicio al burócrata nazi Adolf Eichmann, que el mal no siempre surge del odio consciente o del fanatismo, sino de la indiferencia y la falta de pensamiento crítico. Eichmann era un hombre “normal” que “cumplía órdenes” sin pensar en las consecuencias. Ese mal banal, el de quien no reflexiona sobre lo que hace, sigue vivo cuando justificamos el racismo como un error de juventud, una simple travesura sin importancia o una broma sin consecuencias. En ese momento, el mal del racismo se disfraza de normalidad, y lo intolerable se convierte en costumbre.
JP Velasco y su frente político están, paradójicamente, cimentando algo indispensable para Bolivia: la posibilidad de hablar abiertamente de racismo. Pero él no es un joven más: es una figura política que aspira al segundo puesto más importante del país. Su silencio, su falta de reflexión crítica sobre lo que está detrás de esos mensajes, es un daño irreparable para la historia democrática de Bolivia.
Negar, borrar publicaciones o eliminar cuentas no es una muestra de superación, sino de miedo. Cierra las posibilidades de un verdadero proceso de reparación social. Decir algo abiertamente racista es una acción negativa que debe ser condenada. Pero el castigo, por sí solo, no transforma. Lo que realmente transforma es la pedagogía.
En un sentido amplio, podríamos llamarlo una forma de justicia transicional democrática, lo importante es comprender el hecho, no solo castigarlo. La justicia, en este plano, debería ser educativa: ayudarnos a entender nuestros sesgos inconscientes, cómo asociamos lo “colla”, lo “indígena”, con lo negativo, y cómo esa asociación atraviesa todas las clases sociales. Solo así podremos desmontar las estructuras de dominación que siguen sosteniendo la desigualdad. Es algo que ahora JP Velasco está privándonos a toda Bolivia.
No conozco personalmente a JP Velasco, y por eso no podría negar sus habilidades en informática o emprendimiento. Tampoco sus valores o principios familiares o religiosos. Pero cuando alguien se convierte en figura pública, sus palabras ya no le pertenecen solo a sí mismo o a su círculo cercano. Un político aspira a representar, a simbolizar, a tejer las fracturas que nos dividen. Y un símbolo que no puede reconocer su propio racismo está condenado a reproducirlo.
Por eso, ojalá que este no sea otro “momento humilde” entendido como humillación o vergüenza para nuestra historia. Que sea, más bien, un momento de enseñanza. Ojalá no tengamos a alguien apodado como el “m4t4collas” como Vicepresidente de una Bolivia que aún tenemos que construir, y no destruir.
Daniel Mollericona estudia un doctorado en Yale.