Un poquito ámame
Ámame
Dale luz a mi corazón”
El amor y la política están más emparentados de lo que parece. Freud, desde el psicoanálisis, decía que el amor y los vínculos son el “alma de las masas”, esa energía profunda que mantiene unido a un grupo humano. Alain Badiou, por su parte, sostenía que el amor y la política son dos armas para descubrir verdades de la existencia, procedimientos de Verdad. Ambos conectan la esfera privada y la pública, y ambos pueden ser caminos de emancipación.
Pero, si los amores de nuestra sociedad boliviana son tóxicos, no correspondidos o vacíos, ¿qué clase de emancipación es esa? Si en el fondo de nuestros suspiros colectivos resuenan melodías amargas: “Solo pena tú me has dado, y yo tan enamorado”; ruegos desesperados: “Dame un poco de esperanza, que me muero por amarte”; y, sobre todo, súplicas mínimas: “Un poquito ámame”, como cantaban Los Ronish. ¿Qué amor, qué política se construye desde la migaja?
La ciencia política lleva décadas obsesionada con clasificar democracias como si fueran especies raras: representativas, participativas, liberales, deliberativas; fallidas, con sabor a autoritarismo; autoritarismos con sabor a democracia. Pero ninguno, de O’Donnell a Linz, pensó –como mi amiga Claudia– en ponerle los puntos a las íes y nombrar a nuestra democracia por su nombre: migajera. Y después de tantos índices e indicadores–Freedom House, V-Dem, The Economist Democracy Index, Polity IV,– quizá ha llegado el momento de elaborar uno nuevo, donde Bolivia estaría cómodamente en los primeros puestos: el índice de democracia migajera.
La democracia migajera es aquella donde la autoridad reside en las migajas. Se respeta la libertad –la libertad de migajear– y la igualdad –la redistribución de migajas–. Hay separación de poderes para que las migajas no se acumulen en un solo plato, y elecciones periódicas para que la lucha por ellas no pierda emoción. Su pedagogía cívica comienza temprano: en la Plaza Murillo, niños y adultos alimentan palomas como ensayo general de ciudadanía. Las marchas y protestas, sin importar su bandera, terminan en la misma plaza: en la gran asamblea de palomas, repartiendo restos pan duro como quien reparte justicia.
En época electoral, el síntoma más visible es la desilusión: “No hay por quién votar, pero lo haré por el menos malo”. Los políticos, maestros de la migajería, se presentan en público como estrategas de Sun Tzu y discípulos de Maquiavelo, pero en la intimidad de sus hogares lloran con la morenada de Ayra “Hasta cuándo amor seguiré esperando tu indecisión”, dudando si las encuestas que pagaron son fiables o si el afecto del pueblo ya se evaporó.
Por eso piden nuestro voto como si nos susurraran al oído cantando la canción de Proyección: “Quiero salvar nuestro nido, quiero encontrar tu cariño… dejemos el falso orgullo y busquemos el camino”. Y para arrancar una migaja de voto bailan en TikTok, abrazan niños en la calle, sonríen con dientes prestados, soportan chismes y exponen a sus familias al chismerío nacional.
Nosotros, los votantes, no nos quedamos atrás. Somos migajeros de mil tipos: los “miénteme como siempre”, que han probado dictaduras, y luego votado a los dictadores, pese a que siempre se quejan vuelven a dar otra oportunidad; los “precoces”, jóvenes que votan por primera vez, ignoran casi todo de política pero se dejan seducir por marketing barato, sueñan con un Make Bolivia sexy again o venden su voto por el recuerdo del bono Juancito Pinto; los “de clóset”, ateos políticos en público pero que el día de la elección votan con esperanza y siguen la boca de urna como quien ve el final de una telenovela; los “selectos”, que desprecian la migaja popular y prefieren la de abolengo, con pedigrí whitebolivian; o los “positivos”, que creen que de miguita en miguita se hace un pan, y que tras un gol de la selección ya sueñan con el Mundial… y con una playa boliviana.
Nuestra democracia migajera, al final, tiene sus ventajas. Lloramos, criticamos y condenamos el migajerismo… pero con poco nos conformamos. Si las promesas se incumplen o la corrupción se destapa, repetimos que “la política es sucia” y volvemos al trabajo, porque “no vivimos de la política, ¿no ves?”. Y cuando llega un bono, una bacheada, unas graditas o un concierto, decimos: “Por lo menos hizo algo”.
Tal vez los grandes académicos bolivianos deberían reformular sus grandes conceptos: somos una sociedad abigarrada, una sociedad de múltiples tiempos y modos de producción de migajas; no padecemos únicamente colonialismo interno, sino migajerismo interno; no existen dos Bolivias, sino dos migajeras Bolivias; o en vez de fuerza plebeya, fuerza migajera. Al final, entre lo migajero-popular y la migaja-señorial, lo que nos une, lo que nos define, son las migajas.
El fin de semana, en la llamada “fiesta democrática”, volveremos a entrar al cuarto oscuro para decidir a quién entregamos las migajas. Algunos votarán convencidos, otros por el menos malo, otros nulo o blanco… migajas y más migajas. Los ganadores recogerán los restos, los amasarán y nos dirán que eso es un pan completo llamado democracia boliviana. Y nosotros, satisfechos con nuestro bocado simbólico, volveremos a casa con la esperanza de que en cinco años, si tenemos suerte, nos vuelvan a dar otro poquito… de pan, de política, o de amor.
Daniel Mollericona Alfaro es sociólogo. Cursa un doctorado en la Universidad de Yale, EEUU.