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Sociología espontánea | 10/07/2025

FamiliarizArce con las desigualdades

Daniel Mollericona
Daniel Mollericona

“¡Yo por mis hijos mato!”, decía Reina Pachas en la telenovela Al fondo hay sitio. No es casual que esta frase se haya hecho viral: toca una fibra sensible en el imaginario popular. Las familias son sagradas. En casi todas las religiones existen normas que las protegen. Los padres guían, los hijos obedecen. La cultura popular también refuerza esta sacralidad: las novelas muestran una y otra vez los dramas de herencias, amores imposibles entre ricos y pobres, y tantas otras situaciones en las los padres luchan por el futuro de sus descendientes, surfeando contra el mundo.

Porque eso hacen los padres: protegen. Buscan el bienestar de sus hijos, no solo en términos de salud o afecto, sino también de estabilidad económica. Aunque los roles difieren –madres que suelen amar sin condiciones, padres orgullosos de los logros, pero más reacios ante los fracasos–, la intención suele ser la misma: cuidar el futuro. Y muchas veces ese cuidado incluye estrategias para evitar que sus hijos caigan en la pobreza o la vulnerabilidad. No es casual que en tantas ficciones el matrimonio se presente como una decisión estratégica, o que el ascenso social esté mediado por vínculos familiares.

Teñido con ese tono, ha generado tanta indignación el reciente escándalo político en Bolivia. Los hijos del presidente Luis Arce accedieron a millonarios créditos del Banco Ganadero. El Presidente los defiende categóricamente, negando cualquier tipo de tráfico de influencias. Pero la pregunta no es solo legal. En un país donde miles de jóvenes enfrentan desempleo, informalidad y falta de oportunidades, ¿cómo fue posible que dos veinteañeros accedieran a tales montos? ¿Qué mensaje transmite eso a una generación entera?

Aquí entra una reflexión más profunda. Ese amor intenso de los padres por sus hijos –ese “¡yo por mis hijos mato!” que tanta empatía puede generar– puede también ser una poderosa máquina de reproducción de desigualdades. Yo escuché un comentario respecto a esto cuando apoyaba en un evento del Lacir (Latin American and Caribbean Inequality Review) que reúne a los top economistas para entender las desigualdades en la región. La familia es hermosa, hace cosas con amor hacia sus hijos, pero también mantiene y prolonga las desigualdades. En Love, Money and Parenting, Doepke y Zilibotti lo dicen de la siguiente manera:

“Las familias privilegiadas trabajan arduamente para dar ventaja a sus hijos, se aíslan en barrios de clase media alta con buenas escuelas, mientras que los niños pobres enfrentan oportunidades decrecientes” (p. 126).

Esto no se trata solo de si los créditos fueron “legales” o no. Puede que Arce y el propio banco aseguren que todo está dentro del marco de la ley, que no hubo influencia indebida, que los proyectos fueron evaluados con criterios técnicos. Tal vez. Pero la legalidad no es la única medida de justicia. Defender a los hijos está bien. Pero hacerlo ciegamente, sin ver las implicancias estructurales, es una forma de terraplanismo político: negar que el poder genera privilegios que luego se ocultan bajo la apariencia de mérito o iniciativa individual.

Yo quisiera pensar que estos jóvenes –sin importar de quién sean hijos– son brillantes y emprendedores, que sus proyectos son innovadores y viables. Quisiera vivir en un país donde eso bastara: una buena idea, esfuerzo, inteligencia, y listo. Pero no vivo en la novela de la meritocracia. Vivo en Bolivia, donde los vínculos pesan más que los títulos; donde el Estado ha sido históricamente botín de favores, y donde la juventud sin contactos apenas accede a un sueldo mínimo, mucho menos a créditos millonarios.

Lo triste no es solo la desigualdad, es que se naturalice, se justifique. Es que se insulte la inteligencia colectiva con argumentos vacíos de contexto. Tal vez al economista más poderoso del país le toca, al menos, familiarizarse con las desigualdades. No para negarlas, ni para justificar su reproducción bajo el escudo de la ley. Sino para dejar de ofender a una generación entera que sigue esperando una oportunidad real.

 Daniel Mollericona estudia un doctorado en Yale.



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