Otra parte de los ingresos extraordinarios por exportaciones retornó al extranjero a través del crecimiento de las importaciones, que subieron del 20 al 30% del PIB entre el comienzo de la bonanza (2004) y los mejores años de esta (2011-2014), y que hoy se encuentran en el 24% del PIB. Es cierto que el gobierno rechaza esta crítica diciendo que más de la mitad de estas importaciones son suministros industriales y bienes de capital, pero también lo es que tales denominaciones incluyen importantes cantidades de bienes de consumo, como los automóviles o los combustibles.
Este comportamiento importador llevó a varios economistas a diagnosticar a Bolivia de “enfermedad holandesa”, es decir, de un súbito aumento de la capacidad de compra que los productores locales no se hallan en la capacidad de aprovechar, excepto en las ramas que no compiten con las importaciones, como la construcción. En efecto, la construcción ha tenido tasas de crecimiento de más del 10% anual, un boom que se prolonga –atenuadamente– hasta ahora.
Otro síntoma de “enfermedad holandesa” es la apreciación de la moneda, que resulta del ingreso ya descrito de una gran cantidad de dólares y de la supresión, desde 2011, de las microdevaluaciones que se realizaban antes para ajustar la relación entre el boliviano y las monedas de los países vecinos. El gobierno de Morales no quiere devaluar ni un centavo para defender la “bolivianización” de las finanzas y también para desalentar la fuga de capitales en un contexto internacional de alza del dólar. Para Juan Antonio Morales, quien fue presidente del Banco Central en los años 90, la falta de flexibilidad del tipo de cambio es el peor error de política monetaria del gobierno, pues desacostumbró a la población de ver cambios en este precio. Sin embargo, devaluar puede tornarse inevitable si el constante déficit comercial que sufre el país, debido a la ya mencionada tendencia importadora –en el contexto actual de precios “normales” de las materias primas– termina socavando las reservas de divisas. En los últimos cuatro años estas cayeron de 15.000 a 8.000 millones de dólares.
De lo expuesto se infiere que, para seguir creciendo, la economía boliviana necesita ser halada por una demanda interna alta y constante, que el gobierno alimenta con incrementos constantes de salarios y un alto gasto público (30% del PIB). Esta estrategia enfrenta el déficit comercial creando simultáneamente un déficit fiscal “gemelo” (que desde 2015 ha sido de un 7% del PIB). Hay que reconocer que el gobierno tiene un amplio margen para “escapar hacia adelante”, ya que el endeudamiento externo es de apenas el 25% del PIB, o algo menos de 9.500 millones de dólares. Sin embargo, tampoco debe perderse de vista la forma vertiginosa en que esta deuda se constituyó: en 2008 era de 2.443 millones de dólares y hoy es de 9.428 millones de dólares, lo que significa un salto del 386% en una década. Además, los incrementos salariales alientan las importaciones y al mismo tiempo restan competitividad a los exportadores de manufacturas, que han sido los principales perdedores de las “evonomics”.
Lo mejor para el funcionamiento saludable del modelo keynesiano que hemos descrito en este artículo sería la obtención de más divisas por exportaciones, lo que parece difícil a causa del progresivo agotamiento de los yacimientos de gas y minerales que tiene el país, y la simultánea falta de descubrimientos nuevos durante la gestión de un gobierno que ha cobrado altos impuestos a las empresas extractivas extranjeras con las que trabaja, y que no tiene suficiente capital como para hacer las inversiones exploratorias él mismo.
Fernando Molina es periodista.