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10/11/2019
El Compás

Bolivia, país de insurrecciones

Fernando Molina
Fernando Molina

Nadie hubiera podido creerlo unos meses antes de que sucediera. Una sublevación popular en Bolivia no estaba en los cálculos de ninguno, pese a la fama de levantiscos que tenemos los bolivianos. Nuestro sociólogo más reputado, René Zavaleta, decía que Bolivia era la Francia de Sudamérica, porque aquí la política se daba en su sentido clásico, es decir, como revolución y contrarrevolución. Pero hace meses estábamos viviendo un periodo que parecía haber hecho perder vigencia al pensamiento de Zavaleta, pese a que este fuera, durante el mismo, el intelectual semioficial del Estado. Estábamos al final de una década de plena estabilidad, que había comenzado en 2008, cuando el presidente Evo Morales resolvió su pulso con las viejas élites neoliberales y regionalistas que se habían opuesto a su asunción al poder, y comenzó su ciclo hegemónico. Una década de crecimiento económico, de confianza del público en su porvenir, de aprobación mayoritaria de la gestión gubernamental, que canalizó al mercado interno grandes inversiones, financiadas con los ingresos extraordinarios del país en un tiempo de altos precios de sus exportaciones, y que mejoró el bienestar social.

Entonces podía señalarse, y en efecto así se hizo, que Morales iba perdiendo la hegemonía de la que había gozado, que su deseo de seguir gobernando, al romper un acuerdo tácito de la tradición política nacional (la “no reelección”), lo había hecho antipático para la clase media tradicional, es decir, la clase que, coincidentemente, había que contar como la principal perdedora del proceso político que dirigía el “primer Presidente indígena” del país. Pero registrar el antagonismo entre el “gobierno de los movimientos sociales”  y la clase media tradicional, que es blanca, educada y urbana, era una cosa, y otra adivinar que esta llegaría a insubordinarse de la manera en que lo hizo, arrastrando en su protesta a varios sectores populares, arrinconando al oficialismo en sus diferentes sectores, no solo ejecutivos sino también políticos, poniendo sobre la mesa la cuestión del poder (es decir, justamente, haciendo política en su sentido clásico).

Nadie pronunció este último presagio. Igual que los pánicos financieros, las insurrecciones no resultan fáciles de prever…

El motivo inicial de la acción popular fue el supuesto fraude cometido por el Tribunal Electoral a favor de Morales, a fin de evitarle a este una segunda vuelta contra el candidato opositor Carlos Mesa; pronto, los objetivos del movimiento trascendieron la cuestión electoral en sí misma y se extendieron a un asunto álgido: la renuncia del Presidente, la caída del gobierno. De ser específicos e institucionales, se convirtieron en políticos, dándole a toda la movilización un carácter sedicioso o “revolucionario”.

En la historia boliviana, el extremar de esta manera las luchas sociales más importantes no es una excepción, sino una tendencia. El propio gobierno de Morales fue el resultado de dos procesos parecidos, la insurrección de octubre 2003, que derrocó al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, y la insurrección de junio de 2005, que derrocó al presidente Carlos Mesa. Ambas crearon las condiciones para que Morales, asumiendo la representación del “cambio” respecto de los presidentes caídos, que eran los últimos representantes del periodo neoliberal, iniciara un nuevo ciclo político. Fueron, eso sí, insurrecciones de un contenido social exactamente opuesto al que ha tenido la actual: fueron rebeliones de los indígenas y los sectores populares en contra de las élites de entonces –blancas o que se consideraban y eran consideradas como tales–, las cuales, hoy, parecen estar a punto de recuperar su vieja posición social.  

También son simétricas las actitudes de los gobiernos de Sánchez de Lozada y Mesa, y de Evo Morales, frente a los levantamientos que los afectaban: no reconocerlos como expresiones auténticas del sentir popular, que buscaba defenestrarlos, y en cambio considerarlos “golpes de Estado” o el resultado de conspiraciones de fuerzas oscuras y clandestinas. En cambio, las respuestas prácticas fueron distintas: la de los presidentes neoliberales, recurrir al Ejército, que en esta ocasión, en cambio, se ha mostrado reacio a participar. La de Evo Morales, acudir a una suerte de “milicias” populares constituidas por los movimientos sociales. (¿Serán estas más eficientes en su tarea defensiva que los uniformados en el pasado? No lo sabemos, pero, para nuestros propósitos aquí, interesa que la insurrección exista, no si llega a triunfar o no...).

¿Por qué esta necesidad/posibilidad de insurreccionarse en contra de un gobierno, como única vía de transición entre un ciclo que muere y otro que comienza a existir? ¿Sobre qué bases se sostiene esta conflictividad recurrente, que no sustituye los mecanismos electorales, pero tampoco los deja actuar solos?

Una de las razones es la existencia, en Bolivia, de unas muy activas “minorías eficientes”, es decir, de grupos corporativos de larga trayectoria y una amplia extensión social, que, actuando en las calles, pueden llegar a adquirir una enorme agencia política. Cierto que los más importantes a lo largo de la historia han sido los grupos corporativos populares y de izquierda, pero estas últimas “jornadas”, como se llama a los días en los que “cambia la historia” por la irrupción vigorosa de las masas, han demostrado que la clase media también puede expresarse en los códigos del lenguaje corporativo, organizándose detrás de los “comités cívicos”, instituciones del pasado, generalmente derechistas, que ya estaban muy debilitadas y desdibujadas, pero que se transformaron y agrandaron al convertirse en portadores de la furia y la acción clasemediera.

Una segunda razón del insurreccionalismo es el caudillismo, esto es, la ausencia de instituciones políticas consolidadas. Normalmente estas son sustituidas por redes de relaciones interpersonales tejidas en torno a personalidades carismáticas. Entonces, si el caudillo llega a perder el poder, todo se pierde con él; al mismo tiempo, a nadie le interesa precautelar las posibilidades del movimiento político, por encima y más allá de los dirigentes de turno. No existe más que una lógica inmediatista, de “suma cero”: o todo se gana o se pierde todo, pero nunca se busca acumular victorias y derrotas parciales con la vista puesta en el futuro. Los caudillos razonan así: “Después de mí, el diluvio”. Y entonces no pueden marcharse más que por la fuerza. A la vez, la revolución implica la sustitución de un caudillo por otro, y entonces, como dice el escritor Pablo Stefanoni, no producen cambios serios en el Estado ni ampliaciones serias de la democracia, sino que son revoluciones estrechamente políticas, que se limitan a cambiar unas élites por otras.

Una tercera razón por la que no se dan transiciones suaves o fáciles en Bolivia es la necesidad de cada etapa de anular la anterior y “refundar el país”. Una necesidad que responde a dos lógicas, una ideológica y otra material o práctica. Por un lado, solo la idea de una “refundación” permite cohesionar las fuerzas que requieren las salidas insurreccionales y anular la influencia social y política del caudillo precedente, del caudillo caído. Por otro lado, una “refundación”, y la “destrucción creativa” de instituciones estatales y políticas que le es consustancial, permiten una movilización de promesas y prebendas con la dimensión que los nuevos ganadores requieren para “ocupar” (aprovechar) verdaderamente el poder.

Así se produce un fenómeno paradójico. La existencia de una “refundación” tras otra,  sin que ninguna de ellas sea en sí misma otra cosa que centrista y gradualista (por lo ya anotado por Stefanoni), imposibilita en cambio el surgimiento de una corriente que se caracterice por una actitud centrista y gradualista.

Finalmente, el revolucionarismo boliviano, y la sucesión de etapas, unas antagónicas a las otras, que se suceden a lo largo de la historia con un movimiento de péndulo, se origina en la obsesión de una sociedad pobre y con pocas vías de movilidad social por la política, como principal medio de ascenso personal, medio de enclasamiento en segmentos de clase más altos y única forma de hacer interesante la vida, de encontrar la gloria y el reconocimiento general. No es casual que tantos bolivianos notables por su apellido, su fortuna o sus logros fuera de la política los arriesguen para obtener un puesto preminente como conductores de sus conciudadanos, pagando por ello el precio del exilio, la necesidad  de huir e incluso la muerte. Y no estoy hablando de un pasado remoto…

Si en Bolivia la política es, a la manera griega, la principal preocupación colectiva, a menudo se convierte, como entre los griegos, en guerra. Fue Clausewitz quien hizo esta célebre definición de la política como la guerra por otros medios. Una definición que corresponde con un país, lo hemos dicho, políticamente clásico. Esta guerra política comenzó hace mucho tiempo, se fundó en las características disociadoras de nuestro nacimiento como república independiente, las cuales asignaron a los blancos, descendientes de españoles, la condición de “señores”, y a los indios y cholos la condición de “subalternos”, despojados de ciudadanía y necesitados de reconocimiento. Ambas parcialidades se han ido fundiendo en una nación común, pero no del todo ensamblada ni solidificada; una nación dominada por sus traumas, aunque no sea del todo consciente de ellos ni de que se traducen en su crónico enfrentamiento interno.

Como es lógico, las revoluciones populares y señoriales intentan conjurar estos traumas, pero muchas veces solo contribuyen a profundizarlos. 

Fernando Molina es periodista y escritor.



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