A fines de la semana antepasada tuvo lugar un acto jurídico que, por un lado, solo puede alegrar, pero que tiene un retrogusto verdaderamente amargo. El señor Richard Mamani, acusado, juzgado y condenado por un delito que no cometió, ha recuperado su libertad luego de nueve años de haber estado encerrado en una cárcel. Fue condenado por uno de los crímenes más hediondos que existe en el catálogo de las aberraciones: la violación a una niña.
El enorme error ha sido rectificado. En su mayoría de edad, la víctima de la violación, por la que fue condenado el señor Mamani, declaró que su testimonio fue falso e inducido por su hermana mayor, quien, a partir de esa inaceptable canallada, estaba salvando al verdadero autor del crimen.
La historia es de una sordidez extrema. Esta vez es posible que la responsabilidad no recaiga en el podrido sistema judicial boliviano, como sucedió en el caso de Jhiery Fernández, acusado por la Fiscalía y por otras instancias del Estado (el Ministerio de Justicia) por un crimen que no solo no cometió, sino que nunca tuvo lugar (es posible, que procedimientos más acuciosos hubiesen podido evitar esta tremenda injusticia).
En el caso de Milton Mamani, la entonces niña que lo acusó, fue doblemente víctima: de su violador, que quedó impune, y de su hermana, que la indujo a decir una mentira, que de seguro la carcomió a lo largo de los años, hasta que tuvo la conciencia o el valor para desmentirse.
Cabe preguntarse qué pasó con el entorno familiar que no percibió esta situación y con los sistemas estatales de apoyo a las víctimas, que pudieron hacer algo. Lo vivido por la joven tiene que haber sido también un infierno.
Una malentendida protección a las víctimas, fundada en el concepto de evitar la revictimización de las mismas, puede llevar a grandes aberraciones. Peor que una violación es, sin lugar a dudas, ser acusado injustamente de una violación, peor si se trata de un o una menor. Mucho peor es ser condenado. Eso es lo que le ha pasado al señor Mamani, quien merece una enorme compensación, que debe empezar con un resarcimiento por parte de la principal causante de la injusta condena.
Ahora bien, a partir de este caso vale aprender lecciones. La primera es que se debe condenar a una persona solo cuando se tiene la absoluta certeza de que cometió un delito; es más, ni siquiera se la debe encarcelar preventivamente si no hay la más absoluta certeza.
En segundo lugar, se debe tener claro que los niños pueden ser manipulables y, sin desmerecer su testimonio, éste debe ser analizado profundamente. Los niños pueden acusar falsamente debido a múltiples motivos. Pueden ocultar vejámenes o pueden distorsionar situaciones porque no tienen una idea clara de las implicaciones que puede tener su acusación.
Esta reflexión no es para la teoría, es algo que debe ser considerado ahora. Sé de buena fuente de casos en los que hombres acusados a partir de testimonios que no tienen la suficiente solidez y que están en la cárcel.
Las injusticias de este tipo no solo dañan a la víctima, sino a la sociedad en su conjunto. Una sociedad honorable puede permitirse un violador suelto, aunque eso no sea lo ideal; pero, por nada del mundo, puede permitirse un inocente encarcelado.
Finalmente, este caso es un alegato más en contra de la pena de muerte. Extremo con el que coquetean muchos fariseos, precisamente con casos de violaciones a niños o niñas.
Agustín Echalar es operador de turismo.