Conocer la biografía de Nelson Mandela (1918-2013) fácilmente puede arrancar lágrimas inclusive al corazón más pétreo. Estuvo preso 27 años, casi una máxima condena en muchos países, incluido el nuestro (30 años). Mandela fue liberado en 1990, al abandonar su celda no profirió ni una sola frase de odio y mucho menos racista. Durante su encierro, su grandeza fue tal que hasta sus carceleros llegaron a tenerle un inmenso respeto y admiración. Madiba, como solían decirle, jugó un papel crucial en las negociaciones políticas con el entonces presidente Frederik de Klerk, para abolir la segregación racial (apartheid) y celebrar las primeras elecciones democráticas en Sudáfrica.
Mandela fue el primer presidente negro de Sudáfrica (1994-1999), pacificó un país dividido racialmente; empero, en su posesión, para asombro del mundo, no dijo nada acerca de la segregación racial y tampoco se dirigió a su país con frases cargadas de resentimiento, todo lo contrario, desde el primer día como presidente inició una cruzada de reconciliación que haría de su vida una causa global y hoy representa la mejor expresión de un liderazgo ejemplar. Aunque su lucha contra el racismo fue su razón de vivir, el problema aún persiste, pero en grado mucho menor.
Salvando las diferencias, Barack Obama fue el primer presidente negro de Estados Unidos (2008-2016), huelgan los detalles; no obstante, en su discurso de posesión que tuve la oportunidad de ver íntegramente y en vivo, no mencionó ni por asomo nada referido a la esclavitud o el racismo, tampoco intentó instalar la idea de la revalorización de los afroamericanos, se abocó a mirar hacia adelante.
Así como Mandela gozó de gran reputación, también Obama es respetado internacionalmente. Ninguno de los dos actuó desde la bronca visceral o el resentimiento crónico, mantuvieron fuera de su órbita la retaliación, combatieron el racismo y la discriminación con el ejemplo. No se les ocurrió ni remotamente afirmar que llegaron al poder para toda la vida, que los blancos tendrían que ser proscritos, que los años de segregación o esclavitud requerían una reparación consistente en la proscripción de todos aquellos que no encajaran en sus estándares raciales, simplemente no actuaron como miserables, por eso su grandeza.
Para las sociedades que miran el futuro y no son inoculadas de odio por sus gobernantes, la vida no es perfecta, pero ciertamente no viven atemorizadas por la corrección política, sino por la genuina convicción de que superar los traumas del pasado requieren un verdadero deseo de paz y reconciliación, acompañados indudablemente de políticas públicas transversales, cuya vena principal sea la igualdad ante la ley en todos los sentidos, evitando crear ampulosos capítulos antidiscriminatorios para terminar instalando nuevas formas de discriminación.
En Bolivia, hace casi dos décadas, de forma gradual se nos apaga la voz, o lo que es peor, nos venimos autocensurando. La llegada de Evo Morales al poder suscitó algarabía local y admiración global, pero no por la llegada de un estadista u hombre de cualidades excepcionales (que ya vimos que nunca las tuvo), sino por su condición de hombre indígena, algo así como un “ser mitológico” predestinado a liberar a su pueblo (no se sabe de quien). La progresía particularmente europea, no daba más de felicidad, celebraron el acontecimiento como una victoria de reivindicación étnica (quizás haciendo un “mea culpa”), más que una conquista popular de los movimientos sociales.
La intelectualidad nacional, procuró darle rasgos más antropológicos a los fenómenos sociales emergentes, coincidiendo con los últimos estertores del periodo denominado neoliberal y de la democracia pactada (1985-2005). La consiga fue, no más pactos, no más democracia liberal, llegó la hora de la democracia participativa, con una cosmovisión andina radicalmente diferente, rompiendo paradigmas y triturando la cultura occidental, porque toda representación q’ara, blanca o foránea era una síntesis del colonialismo. Esta nueva narrativa fue adoptada sin ningún debate o resistencia en el plano dialéctico, se la asumió como buena, genuina y liberadora, ir en contrarruta era mal visto, había que edulcorar la gramática para sonar inclusivo o parecer políticamente correcto
Hubo abundantes y prolíficas publicaciones, a cuál más alabanciosa, justificando las bondades de la “Revolución democrática y cultural”. Lograron arraigar esta nueva visión y casi nadie recaló en la peligrosa vena totalitaria del nuevo régimen. Un “Caballo de Troya” introdujo sigilosamente pócimas envenenadas para corroer y polarizar el tejido social, silenciando voces, al punto de acomplejarlas, asumiendo que todo lo que venía en clave étnica era revolucionario y necesario.
Es indiscutible que el ascenso al poder de un indígena (Evo Morales) marcó un hito fundamental en la vida política y social del país. Desde ese momento, no hubo ni habrá más un proyecto político excluyente; sin embargo, lo que pudo ser un puente de encuentro entre bolivianos, una victoria del sentido común, una oda a la convivencia pacífica despojada de prejuicios, no tardó en convertirse en émulo de lo que tanto combatieron, una nueva versión racista con tufo recargado, cuyos rasgos principales estriban en el culto a la personalidad, totalitarismo secante, racismo exacerbado y corporativismo sindical.
En varias oportunidades se vejaron las tradiciones andinas y la wiphala fue irrespetada, en contrapartida y como tuvo que ser, las sanciones fueron duras (enhorabuena), pero cuando se quemó la bandera cruceña o cualquier símbolo diferente, nadie dijo nada. Paradójicamente, desde el año 2010 contamos con una ley (045) Contra el Racismo y toda forma de Discriminación, pero lamentablemente, eso de que somos iguales ante la ley, resultó con el pasar de los años una burda estafa, se impuso la supremacía andina abanderada por el vicepresidente mientras la supuesta plurinacionalidad resultó ser un simple slogan.
Estoy consciente de que habrá quienes consideren un sacrilegio hacer referencias duras al estado de situación del mal venido “Proceso de cambio”; no obstante, prefiero ser honesto y no asentir mecánicamente en todo o, peor, creer que existen intocables que se ufanan de ser la reserva moral de nada. La corrección política es un artefacto construido para hacer de la hipocresía un culto o quizás silenciar voces que temen decir que un q’ara, de apellido hispano o de otro origen también podría ser presidente y todo porque simplemente no encaja en los cánones de quienes nos dividieron y polarizaron en base a criterios de vena racial.
Seamos grandes en la diversidad, no nos dejemos robar la voz y el pensamiento, el masismo fracturó el tejido social, nos dividió perversamente, rompamos ataduras y complejos, seamos mejores, un mundo donde q’aras, t’aras, afrodescendientes o mestizos sean la verdadera identidad en la diversidad; al fin y al cabo, ¿quién les dio el derecho de hacernos creer que Bolivia es lo que ellos dicen? Ni a Obama, y mucho menos a Mandela, se le ocurrió terminar siendo lo que tanto combatieron.
Franklin Pareja es cientista político.