El afamado cantante mexicano Luis Miguel tenía que haber llegado a Bolivia hace unos días como parte de su actual gira; su equipo canceló el espectáculo tras darse cuenta del peligro que corrían debido a los bloqueos realizados durante 16 días por el partido masista. No es de extrañarse el enclaustramiento cultural del país, algo similar sucede con la creación musical nacional, también estancada.
Un concierto más que se suma a la larga lista de intérpretes que no llegan al país por temor a su gente no es un dato menor. Se necesita una ley para que los bloqueos sean controlados. Desde fuera parece que el país es una isla donde el arte solo sirve si se trata de la Pachamama, la coca y el carnaval. Resulta complejo explicar la denigrante imagen del país que azota a propios y a extraños, pero esa es la realidad que eligió Bolivia. Al exterior llegan las peleas del Congreso, constantes atentados contra los derechos humanos y la prensa y actos vandálicos; no son pocos quienes tienen serias dudas antes de programar un espectáculo en el país, parece un acto caníbal, donde quienes gobiernan prefieren engullirse antes que construir.
Urge ver dentro para evitar más daño del causado, para comprender que hace falta impulsar la creatividad a nivel nacional; para ello se debe conocer tanto creaciones como creadores.
Por otra parte, se ha suscitado una suerte de boicot entre grupos y público que alimentan desde hace décadas al Frankenstein de la copia, del cover. Muestra de ello son los homenajes a un sinfín de bandas de rock y otros géneros con la excusa de que el público disfrutará de los grupos que probablemente jamás lleguen al país. ¿Dónde queda la creatividad al copiar, dónde está la propuesta? No es falta de talento.
En 2007 pregunté al productor y músico belga Juz Kiddin, en su estudio de Lovaina, sobre su opinión respecto a los covers a lo que respondió contundente “soy un creador, no un duplicador”. De la misma manera existen bolivianos extraordinarios que sin ningún tipo de apoyo se dedican a crear. La historia lo demuestra con claridad meridiana, los hay simbólicos como Wara a inicios de los 70 y su trascendental El Inca. Transgresores y carismáticos como Track y Sacrilegio en los años 90, que a pesar del talento y la calidad interpretativa no salieron del continente. Hoy día Octavia, Oil o Avionica son algunas de las bandas, entre otras, que sacan la cara en el género rock, marcando a generaciones con su propuesta. Por ello, documentales como el de Santaolalla sobre la historia del rock en América Latina del 2020 es errante y limitado. Incluso la música electrónica tiene exponentes de calibre mundial como Ra Beat.
Sin embargo, son contados los músicos bolivianos que han tenido el coraje, el apoyo y los medios suficientes para dejar huella en diversas coordenadas del planeta, lo hizo K´ala Marka, elegidos como embajadores de los pueblos originarios ante la ONU en 2016, Luzmila Carpio en Europa, o Piraí Vaca y su guitarra. Solventar la excelencia como el Festival de Música Renacentista y Barroca en la Chiquitanía, o la lucha de gladiadores como la del poeta y músico Oscar García detrás del sello discográfico Pro Audio, y el descomunal talento de Cergio Prudencio a la hora de componer, son bendiciones que reafirman tanto lo sublime como lo cualitativo en la constelación musical de Bolivia.
A pesar de dichos esfuerzos, el país necesita encontrar un camino que rompa la maldición que ata y ataja a sus talentos; las elecciones de 2025 son una magnífica oportunidad para elegir a gente más culta e interesada por el arte y la música del Estado. También toca romper el mito nocivo que perpetúa a algunos grupos de la zona; muchos creen, ingenuamente, que la música del continente llega exclusivamente de Argentina y México, sin desmerecer su aporte. Toca nutrirse, descubrir sonidos e intérpretes no solo de un continente, sino del planeta, toca administrarse ese medicamento para evitar la obsesiva/compulsiva repetición de un puñado de nombres y melodías. Toca resolver la ausencia de políticas que facilite la distribución y el lanzamiento de grupos al exterior, así como la urgencia de estrategias de promoción que proyecten conceptos y sonidos que puedan escucharse fuera de Bolivia, esa es la premisa. La canción Llorando se fue tiene un sentido de universalidad, es decir que sí es posible trascender con calidad y material propio.
Mientras se siga aplaudiendo lo ajeno, en vez de privilegiar el talento y la creación nacional, seguiremos traicionando a hombres y mujeres que en silencio crean desde un garaje, un cuarto, un recoveco. Quienes escriben, componen y sueñan que un día sus melodías iluminen, son quienes merecen la oportunidad de brillar. Porque es la música un regalo para el corazón, sentirla es una manera de abrigar luz, y luz es lo que urge en este mundo de grises.
@brjula.digital.bo