La pedofilia es una parafilia en la que un adulto experimenta excitación sexual al involucrarse en fantasías sexuales con niños y adolescentes. Este fenómeno se solapa con el estupro, un delito de abuso sexual que ocurre cuando un adulto mantiene relaciones sexuales con un menor de edad adolescente, que no tiene la capacidad legal para otorgar su consentimiento.
En el marco de la normativa, el estupro se perpetra mediante engaños, chantajes o dádivas, aprovechándose de una posición de poder, lo que constituye una grave violación de los derechos humanos y afecta profundamente la integridad y el bienestar de las víctimas. Ambos conceptos reflejan dinámicas de dominación y control que despojan a las mujeres y a los menores de su autonomía, perpetuando un ciclo de violencia y opresión en la sociedad
Según el Código Penal, el artículo 309 establece: “Quien, mediante seducción o engaño, tuviera acceso carnal con persona de uno y otro sexo mayor de 14 y menor de 18 años, será sancionado con privación de libertad de tres a seis años”. Además, el artículo 310 agrava la pena en circunstancias específicas, como cuando la víctima queda embarazada.
Rita Segato sostiene que el estupro y la violencia sexual son crímenes que denigran básicamente a las mujeres. Más allá de ser una vejación hacia niñas o adolescentes, estos actos reflejan actos denigrantes de dominación y poder. La sexualidad está impregnada por este deseo de control, donde el perpetrados, un violador, busca exhibir su potencia frente a otros hombres y frente a toda la sociedad, reafirmando su identidad como “verdadero hombre”. Es una expresión de machismo exacerbado y violencia.
Esta dinámica reduce a las mujeres a su función sexual y las deshumaniza, limitando su capacidad para tomar decisiones libres al imponer conductas que les son permitidas o prohibidas. El individuo que comete el delito de estupro no actúa únicamente por poder o para demostrarlo; busca obtener y exhibir ese poder, perpetuando así un ciclo de dominación y opresión.
A lo largo de la historia en América Latina, las mujeres en distintos contextos han sido esclavizadas o racializadas. “La colonización construyó un mestizaje marcado por la violación, el estupro y la esclavitud sexual, así como embarazos y abortos forzados, con actos de violencia sistemáticos, afectando principalmente a niñas, adolescentes y jóvenes. La esencia de esta situación ha mutado a lo largo del tiempo, pero la dominación sobre el cuerpo femenino y el exhibicionismo del agresor hasta hoy permanecen constantes”, remarca Segato.
En 1994, la “Declaración Plataforma de Acción” de la Cuarta Conferencia Mundial de las Mujeres, celebrada en Beijing en 1995, definió cualquier acto de violencia contra las mujeres como una violación de los derechos humanos, tanto en el ámbito familiar, comunitario o estatal y que resultan en daño físico, sexual o psicológico para las mujeres, tanto en su vida pública como privada, abarcando situaciones de violencia y abuso sexual.
A pesar el andamiaje normativo conquistado por las mujeres en el mundo la diferencia sexual, el machismo y el poder patriarcal permanecen intactos en los sistemas judiciales. Como señala Yanira Zúñiga, “las mujeres siguen siendo la identidad subalterna, en que los cuerpos femeninos han sido desposeídos debido a la naturalización y jerarquización de la diferencia sexual”. Este despojo del control sobre su sexualidad impone a las mujeres la noción de que su cuerpo es propiedad de un hombre, reduciéndolas a su función sexual y deshumanizándolas, además de la degradación extrema de los derechos humanos, por ello se utiliza el cuerpo y la vida de las mujeres incluso como armas de poder y de guerra.
Zúñiga enfatiza que la erección fálica y la penetración son expresiones de máxima violencia que condensan el poder masculino machista y el dominio patriarcal en todas las esferas de la vida social.
Este paradigma refleja una feminidad degradada que se superpone a la animalidad del macho en el reino animal, donde la posesión del cuerpo de las mujeres condensa tanto la racionalidad como la irracionalidad bestial.
Es fundamental comprender cómo el estupro y la violación se enmarcan en actos extremos de violencia machista contra las mujeres. Celia Amorós afirma son “pactos patriarcales” son acuerdos conscientes, pero también inconscientes y fluidos heredados de sociedades patriarcales que refuerzan la idea de virilidad aprendida socialmente y ejercida a lo largo del tiempo.
Zúñiga puntualiza que esta relación entre la perspectiva masculina y el sistema legal, influenciada por dichos pactos, produce dos efectos clave: primero, limita la comprensión de la violencia sexual a una visión parcial y sesgada, lo que implica que las leyes y normas sobre este tipo de violencia no son neutrales, sino que están permeadas por el género. Segundo, aunque se han implementado cambios legales para sancionar la violencia de género, los pactos patriarcales continúan influyendo en la interpretación de estas leyes, que coloca a las mujeres en una posición de inferioridad o invisibilidad.
El estupro y pedofilia representa la máxima degradación de la dignidad femenina y una vulneración extrema de sus derechos humanos. Este delito es también una de las expresiones más contundentes del machismo encubierto, respaldado y naturalizado por todo un sistema patriarcal opresor, misógino y degradante, cimiento de las sociedades, de los sistemas del poder estatal y que opera desde el sistema judicial, perpetuando un ciclo de violencia y deshumanización que exige atención crítica, una suerte de movilizaciones permanentes para su erradicación.
Estas acciones no solo simbolizan el poder viril, sino que también comunican, de manera metafórica, que el cuerpo femenino –especialmente la vagina– debe ser poseída; un acto cruel e inhumano que sirve incluso como un medio para disciplinar en toda la sociedad. Para los perpetradores, la vida de las mujeres sencillamente no vale nada.
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.