El camino hacia la justicia comenzó mucho antes de que el mundo consagrara el 25 de noviembre como una fecha emblemática para honrar la memoria de las hermanas Mirabal. Ya en 1948, gracias a la tenacidad de mujeres como Hansa Mehta y Eleanor Roosevelt, la humanidad conquistó una victoria semántica fundamental: reconocer en la Declaración Universal los derechos no solo del “hombre”, sino de todos los “seres humanos”.
Ese mismo espíritu de dignidad e igualdad inspiró a las hermanas Mirabal a levantarse contra la dictadura de Rafael Trujillo en la República Dominicana. Conocidas como “Las Mariposas” dentro del movimiento clandestino, fueron brutalmente asesinadas y se convirtieron en un símbolo indeleble de la lucha feminista. Su resistencia, en sintonía con el pensamiento de Gloria Anzaldúa, nos convoca a cruzar las fronteras de la opresión para construir autonomía, dignidad y libertad.
A este hito de reconocimiento le siguieron conquistas normativas sustantivas: la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), consagrada en 1979 como la carta magna de nuestros derechos; y la Convención de Belém do Pará (1994). Este robusto andamiaje legal fue indispensable para impulsar leyes específicas contra la violencia, nombrar los crímenes de odio por el hecho de ser mujeres a través del feminicidio, evidenciando su magnitud estructural, y obligar a los Estados a avanzar en políticas públicas y medidas afirmativas.
Estos marcos permitieron hacer efectivo el derecho a decidir sobre nuestras vidas y cuerpos, a compartir las tareas del cuidado, a que se reconozca nuestro aporte a las dinámicas económicas, sociales y culturales, y a conquistar espacios como el ámbito científico y la política.
No obstante, las leyes son apenas un dique de contención ante los milenarios mandatos religiosos, culturales y morales de la opresión femenina. La lucha contra la violencia hacia las mujeres es la rebelión más extendida y sincrónica de la historia. Es un grito unísono que atraviesa religiones, sistemas políticos y fronteras culturales; es una respuesta frontal ante la maldición sistémica que, a lo largo de milenios, ha permitido que el patriarcado y el desprecio por el simple hecho de ser mujeres nos arrebate la vida y la dignidad.
Esta violencia hunde sus raíces en los mitos fundacionales de nuestra civilización. Desde la vereda judeocristiana, fuimos esculpidas "de la costilla de Adán", narradas subsidiarias del varón; y en la figura de Eva, fuimos estigmatizadas por la osadía de pensar o querer decidir y condenadas al exilio.
La sentencia bíblica "Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos" no solo naturalizó el sufrimiento, sino que el patriarcado la grabó en piedra, impregnando el mundo más allá de cualquier frontera con su mandato de sumisión y opresión eterna, como destino biológico inmutable.
Somos herederas de Hipatía, desollada por la osadía de pensar y evidenciar su sabiduría; de Lilith, que se negó a yacer debajo de Adán; herederas de María Magdalena, la apóstol borrada por la historia; y de las miles de "brujas" quemadas por el delito de ser sanadoras y científicas que leían el aliento de la vida.
De esa voz ancestral tejida por la filosofía política de Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft, de las resonancias de la rebeldía poética de Adela Zamudio, cuyo verso implacable interpeló la injusticia del voto masculino: "Vota el pillo peor, porque es hombre!". Este linaje de luz, que conquistó el voto y demandó remuneración justa, se extiende hasta la política sexual de Kate Millett, la deconstrucción del género de Judith Butler, la frontera mestiza de Gloria Anzaldúa y del feminismo bastardo de María Galindo.
Han tenido que transcurrir milenios para que esta revolución silenciosa y pacífica, que sigue costando miles de vidas, lograra en menos de un siglo resquebrajar las columnas del patriarcado. Esta articulación global y sin fronteras valida la tesis del sociólogo Alain Touraine: las mujeres somos las indiscutibles protagonistas del siglo XXI.
Esta era amanece bajo nuestro signo, marcando el fin de una civilización dominada por la vieja esfera de la conquista masculina. La clave radica en que no buscamos simplemente ocupar el poder, sino redefinir la modernidad, liderando una transformación pacífica centrada en la ética y la vida interior, orientada hacia la "creación de nosotras mismas" y la "recomposición social".
Sin embargo, la maldición pervive en la realidad que nos sigue golpeando con la frialdad de las cifras que son lápidas a nivel global: cada 10 minutos, una mujer o niña es asesinada en su propio hogar por personas cercanas, sumando 140 vidas segadas al día. Y el horror se extiende más allá: datos de Unicef confirman una atrocidad silenciada, con más de 230 millones de mujeres y niñas sobrevivientes a la mutilación genital femenina, una cifra que, lejos de desaparecer, ha aumentado un 15% en los últimos ocho años.
A este panorama se suma la esclavitud moderna, que tiene rostro de mujer. Según Unodc, las mujeres y las niñas representan la mayoría de las víctimas de trata detectadas (61%), con el dato más desgarrador recayendo sobre la infancia: el 60% de las niñas traficadas lo son con fines de explotación sexual.
Ante esta realidad brutal e innegable, marcada por la atrocidad del feminicidio, el horror de la violación de niñas y adolescentes, que les arrebata la infancia y el futuro, o la explotación sexual de la niñez como forma moderna de esclavitud, el 25 de noviembre es mucho más que memoria. Es un acto de conciencia moral que recuerda que la "recomposición social" de la que hablaba Touraine es una obligación ineludible.
Por ello resulta incomprensible que el movimiento feminista, polifónico y diverso, que nombra y combate esta violencia milenaria siga generando más rechazo y espanto que el horror que padecemos. La indiferencia es un privilegio insostenible: no existe la neutralidad, quien se silencia… es parte del problema. Porque mientras sigan cayendo las mariposas, la humanidad entera estará condenada a arrastrarse, sin poder volar.
Patricia Flores Palacioses magister en ciencias sociales y feminista queer.