Dos graves crisis agobian al planeta: la del calentamiento global, que ya empieza a manifestarse con rasgos de alarma mayor, y la de la contaminación ambiental sin freno, que pone en el tapete la posibilidad de generar procesos de extinción con riesgos incluso para la especie humana.
Nadie que siga con alguna atención y seriedad los procesos de investigación científica sobre las transformaciones climáticas y los estragos ambientales que la humanidad viene produciendo desde los despuntes del industrialismo a fines del siglo XVIII puede hacer caso omiso de la gravedad de los riesgos que el planeta y su biodiversidad hoy enfrentan.
Pero, aún más, en los actuales inicios de este siglo XXI en el que el clima y el medioambiente son ya las dos variables fundamentales de las que empieza a depender la sobrevivencia misma de la especie humana, un tercer factor de riesgo ha empezado a contribuir al agravamiento de la crisis climática y ambiental combinada que amenaza al mundo. Se trata de un factor político, el del autoritarismo de regímenes ambientalmente depredadores y de ínfima o nula responsabilidad medioambiental que por su influencia planetaria empiezan a ser un nuevo factor antropogénico adverso contra la propia humanidad.
Basta mencionar a los regímenes de Trump, en Estados Unidos, de Putin, en Rusia, de Xi Jinping, en China, y de Bolsonaro, en Brasil, para apuntar cuanto en común hay en regímenes como estos en términos de los enfoques antidemocráticos con los que se guían para dinamizar, en el caso de cada uno de los países referidos, políticas económicas puestas al servicio de la depredación extractivista planetaria y la polución atmosférica sin bridas.
Se trata de cuatro regímenes, todos de abierta vocación autoritaria, de insaciable apetito hacia la exploración y explotación de combustibles fósiles, de cruda orientación hacia las desforestaciones masivas, de incontenibles pulsiones hacia el armamentismo y/o el recurso a la energía nuclear, y de un insensato y absoluto apego al desarrollismo industrial basado en la quema de hidrocarburos y el arrasamiento de las cubiertas vegetales y los hábitats de biodiversidad del mundo.
Lejos ya del escenario de la “guerra fría” entre bloques de la post Segunda Guerra mundial, los cuatro regímenes señalados hacen parte de un escenario de competencia cruda y abierta, a la vez interestatal e intercapitalista, por el control de los recursos naturales renovables y no renovables del orbe.
En el bravo nuevo mundo actual los intervencionismos se empiezan una vez más a poner de manifiesto con avidez radical y estremecedora. Aquí y ahora, los Estados Unidos, Rusia, China o Brasil buscan el control de los recursos naturales ajenos de modo descarnado, sin más explicación de fondo que la de contrarrestar el apetito ajeno con el propio. En este escenario, el poder, tanto como el afán de ganancias, guía los expansionismos extractivistas y la virulenta competencia de unos regímenes contra otros.
Una insensata obsesión por alcanzar el abismo y dar el salto mortal hacia el vacío de una crisis climática y medioambiental sin fondo se muestra empujando a unas potencias que no titubean en dar rienda suelta a su irresponsabilidad ambiental.
Nunca antes la ciencia ha mostrado de modo tan exhaustivo y completo los alcances y las razones de los riesgos que se ciernen sobre el mundo a raíz del desorden natural que se viene produciendo día a día en un planeta en pleno desequilibrio. Nuestro conocimiento sobre la crisis climática y ambiental crece en calidad y detalle día a día, pero nada logra detener su despliegue.
Sabemos hasta dónde es peligroso el calentamiento global y hasta dónde puede llegar a ser mortal la contaminación ambiental, pero nada impide que las situaciones del clima y del medioambiente empeoren en todo el orbe. Solamente el más denodado esfuerzo por reponer en el mundo –con el vigor de la democracia y con la vigencia plena del Estado de derecho–, el primado de la razón ambiental y del instinto de sobrevivencia de la especie podrá librar al planeta del curso suicida al que nos conducen las actuales potencias autoritarias del orbe.
Lo que también vale en Bolivia, donde, en un nuevo arranque de inconducta contra el medioambiente, el régimen de turno acaba de autorizar, el 18 de marzo de 2019, la producción de soya transgénica en el país para la producción exclusiva de biodiesel. Toda una propuesta de arrasar la cubierta forestal en las tierras bajas del país y de aumentar las contaminaciones de la atmósfera.
Con cinismo irremediable, el Gobierno de Bolivia, mostrando una vez más su autoritarismo ambientalmente depredador, acaba de afirmar que “…la frontera agrícola se debería aumentar en cerca de 250 mil hectáreas más para una producción de 100 millones de litros de biodiesel…” Tal el autoritarismo y la irresponsabilidad ambiental también aquí y en el mundo.
Ricardo Calla Ortega es sociólogo.