Un reciente artículo publicado en City Journal impone una reflexión urgente sobre los riesgos de la administración de estrógenos en adolescentes varones bajo la llamada terapia de afirmación de género.
Esta práctica, cada vez más frecuente en el mundo, se proclama como un acto de compasión y progreso, validando la idea de que el género es una construcción independiente del sexo biológico. Sin embargo, detrás de la retórica ideológica se ocultan evidencias científicas sobre los daños –muchos irreparables– que estas intervenciones pueden causar en cuerpos jóvenes.
El trabajo revisado por Schwartz y colegas pone en evidencia que la terapia hormonal de estrógenos no es inocua. Hablar de infertilidad y de atrofia testicular podría parecer un debate lejano y ajeno, pero significa que muchos adolescentes, persuadidos por el entorno social o por presiones familiares y médicas, están tomando decisiones irreversibles sin comprender su magnitud.
Un número importante pierde por completo la capacidad de producir esperma, y quienes mantienen alguna función testicular presentan órganos dañados y, potencialmente, un mayor riesgo de cáncer. Quizá los datos más alarmantes son los referidos a la salud cardiovascular: la toma de estrógenos incrementa de manera considerable los episodios de trombosis, accidentes cerebrovasculares e incluso la mortalidad temprana. Estudios citados en la revisión muestran que a los dos años de uso el riesgo de trombosis se quintuplica. Tras seis, el de infarto cerebral se multiplica por 10.
La afectación no termina en lo físico. Los autores advierten que existen señales de deterioro cognitivo: pérdida de memoria, enlentecimiento mental y una posible relación con el desarrollo precoz de demencia, fenómenos que deberían infundir mayor prudencia en quienes defienden incondicionalmente estos tratamientos.
Resultados en adultos mayores sugieren que la exposición prolongada a estrógenos puede duplicar el riesgo de demencia, un panorama que cobra especial gravedad si lo extrapolamos a adolescentes que podrían estar expuestos durante décadas.
En el terreno de la salud mental, lejos de la promesa de alivio, los datos disponibles no muestran mejoras psicosociales sostenidas. Por el contrario, las tasas de suicidio, enfermedad cardiovascular y cáncer se mantienen por encima de la media, dejando en evidencia la falacia de que médica y socialmente la afirmación de género es una solución mágica y compasiva.
Lamentablemente, Bolivia no está exenta de estas corrientes foráneas. No sería sorpresa que algún progresista proponga o impulse la posibilidad de importar modas ideológicas sin la debida reflexión crítica ni la solidez científica que se requeriría para someter a los jóvenes a tratamientos de por vida. La presión de colectivos y el temor a la estigmatización pueden empujar a familias bolivianas a aceptar protocolos pensados para otras realidades, sin considerar los efectos a largo plazo.
Si sucumbimos a esta tendencia, corremos el riesgo de ver en nuestras escuelas y hospitales adolescentes con problemas de salud física y mental devastadores. Todo en nombre de una inclusión que no analiza consecuencias.
Es imperativo que médicos, padres y autoridades públicas sean conscientes de estos riesgos y no se dejen arrastrar por el ruido mediático o el afán de aprobación internacional. La protección de nuestros jóvenes debe estar basada en evidencia y precaución, no en modas ni en dogmas ajenos que ponen en peligro la salud y el futuro de generaciones enteras.
Cecilia González es Ms.C en biología y sociedad.