La política del MAS no duró dos décadas por simple azar. Podemos atribuir esa enorme capacidad de resistencia al auge económico vivido por el país hasta 2014. Esta tesis es cierta, aunque no suficiente. Lidia Patty, en realidad, ha sido y es gajo de un modelo perverso de legitimación: el modelo de la victimización. Es un modelo anexado al libre mercado. Un modelo neoliberal absolutamente original que tiene un solo objetivo: sacar rédito económico y político de la miseria. La miseria como lucrativo producto de mercado.
Imaginemos que estamos en una orilla y tenemos la obligación de cruzarla y arribar a la orilla de enfrente. En la orilla primigenia soñamos con llegar al otro lado y ser reconocidos, tener bienes, viajar por el mundo, educar a los hijos con suficiencia (ética y económica). Ese es el trajín que queremos realizar. Sin embargo, la inquietud obvia, al estar en el lugar de partida, reside en comprender cómo se da el salto.
Hay diversas posibilidades: ser empresario, profesional, exportador y demás, y ¡saltar al otro confín! También hay un punto de partida ilegal y ser narco, contrabandista o minero ilegal permite dar el mismo salto triunfal. La ilegalidad lucrativa es también un camino expedito. Hasta acá tenemos formales e informales brincando hacia la orilla de enfrente.
¿Qué tiene que ver esta introducción con Lidia Patty? El MAS inventó un modelo de mercado fabuloso y original complementario al mercado formal y a su homólogo informal: el victimismo. El victimismo fue su Dorado. Exportaron tragedia humana y miles de extranjeros compraron el producto.
Usaron un lenguaje revolucionario señalando dos caminos contrapuestos o aparentemente contrapuestos: el capitalismo y el socialismo. Se plegaron a este último manantial discursivo engañando a un país (y a su clientela europea). ¡Jamás hubo un capitalismo luchando contra un socialismo! Lo que hubo fue un poderoso “victimismo de mercado” que se cargó el dilema señalado, contorneando al capitalismo bajo este nuevo molde de lucro inminente. Ergo: pudieron saltar de una orilla a otra, trepados a este barco de victimización.
No se limitaron al extractivismo gasífero y minero como rescate y continuación del extractivismo platero, estañífero, cauchero. El extractivismo masista fue un extractivismo humano basado en una interrogante neoliberal: ¿cómo saco jugo de la miseria? He ahí la pregunta del millón con una respuesta de antología: victimizándonos. Y ojo, mejor si somos víctimas adscritas a la demanda existente, o sea, a la demanda de los “compradores” extranjeros.
¿Cómo lo hacemos? Ofertando víctimas ataviadas de ropa “propia”, ancestral, preciosa. Lidia Patty clasificó ampliamente a esa foto. Se viste menos vistosa en su casa, pero en las fotos echa a andar su imagen “tradicional”. ¿Es realmente una imagen tradicional? No, es una imagen ceñida al estereotipo de lo “original”. Ceñida, por ende, al imaginario del mercado.
Como bien decía la notable socióloga Alison Sppeding, los extranjeros no compran indios con gorritas Air Force, jeans descoloridos y poleras de la UCS en su torso. Compran lo que la grandiosa National Geographic expone a mansalva: indígenas de exportación, elegantes en un sentido de originalidad milenaria.
¿Significa esta tesis que doy espalda a las víctimas de este modelo de mercado? No. No niego en absoluto la presencia de “pobres reales”. Sin embargo, este alud de “empresarios de la miseria”, ha sabido agarrar este nicho de mercado con suma habilidad, aprovechándose de la gente étnicamente similar o idéntica. No han visto a sus semejantes étnicos como “hermanos”, sino como productos a la venta.
El término “descolonización” ha sido el branding de mercado. Jamás han descolonizado nada de nada. El propósito fue lucrar a costa del eslogan “Estado plurinacional”, “hermanos”, “whipala”. Los “astutos” del gobierno vieron la oportunidad de sacarle un rédito masivo a la conmiseración.
Su tono idéntico de piel, sus balbuceos lingüísticos en lengua originaria, su “amor” por Evo y la whipala, entre infinidad de rasgos, los convirtieron en legítimos “representantes de mercado”.
El Fondo Indígena, por tanto, fue una marca. Jamás un mecanismo para soliviantar las condiciones de miseria de los indígenas. Fue una poderosa marca que vendió la triada perfecta: indígenas, pobres y discriminados. Notable eslogan que permitió distribuir recursos para la “lucha”.
El Fondo Indígena fue un espacio privilegiado para “la acumulación primitiva de capital”. Una escueta oligarquía de “líderes indígenas” lograron empoderarse con esos recursos bancarios ilegales. No más de 4 mil dirigentes junto a 54 privilegiados que coparon cargos directivos. ¿Es menos del 0,1 por ciento de los indígenas del país? Sí y ese minúsculo porcentaje cruzó a la otra orilla.
Patty es una de las mejores representantes-vendedoras de este estereotipo de mercado. Ya lo entendí hace años al observar como un indio Sioux en los Estados Unidos trabajaba de traje en su buffet de abogados. Volvía a su reserva, se vestía con plumas en la cabeza y distraía a una infinidad de turistas.
Ejercía un doble rol identitario: aquel real de abogado, este no menos real de mercado. Lo que no supe aquel día es que ese ejemplo marginal estadounidense iría a convertirse en hegemónico en Bolivia. Una hegemonía asentada en el extractivismo humano de mercado. Finalmente termina.
Diego Ayo es PhD en ciencias políticas.