No es ninguna novedad que los abogados se
han convertido en estas épocas en armas mortales al servicio de empresarios y
políticos. Las grandes corporaciones disponen sumas multimillonarias para que
poderosas firmas de abogados les pasen por encima a Estados, a ciudadanos y a
otras empresas, forzando procesos y torciendo las leyes a favor del dinero cuantas veces sea necesario.
Los políticos también parecen depender del uso de este nuevo armamento de carne
y hueso en la intrincada fórmula del poder, dinero y ley. Muchas de las pugnas
que antes solían saldarse a punta de espada o de bala hoy se encaran a través
del uso de estos letales armamentos de traje y corbata, de forma aparentemente
menos sangrienta y más “civilizada”.
En nuestro pequeño país, muchos líderes políticos han sido ellos mismos abogados y muchos otros siempre tuvieron en su entorno más cercano a feroces e inescrupulosos juristas, dispuestos a componer lo que no podían resolver a través de la política. La prueba más contundente de esa práctica la dio el inefable Evo Morales, cuando en un lapsus de sinceridad admitió en público que él como presidente le metía nomás y después los abogados arreglaban.
El actual Gobierno superó con creces las prácticas de Morales convirtiendo al poder judicial en un aparato de persecución y represión políticas contra sus opositores de forma grosera y descarada; los tanques, las balas y los torturadores fueron reemplazados por un inédito sicariato judicial abiertamente al servicio de la más cruel violencia política. Sin embargo la represión judicial no les fue suficiente: cuando las autoridades perdieron la gobernabilidad parlamentaria no tuvieron reparo en atropellar y reemplazar las facultades del Legislativo a través de sus mercenarios en las magistraturas. El tiro de gracia a la democracia lo dieron trabando las elecciones judiciales y prorrogando a sus matones.
Como ha ocurrido en todos los campos, el MAS ha llevado los vicios de la política a otro nivel y eso no debería sorprendernos. El problema se pone mucho más serio y adquiere otras dimensiones cuando los abogados dejan de ser instrumentos y pasan a ser protagonistas de la política. En la extrema necesidad de sus servicios y en la deuda acumulada de favores, el abogado genera dependencia y adquiere poderes que no está preparado para enfrentar; escenarios que requieren lectura y cintura política terminan en manos de legistas que terminan creyendo que el ejercicio del poder puede convertirlos en políticos. Y claro, eso no ocurre. El abogado, por muy bueno que fuere, ve la vida y la política con ojos de abogado, porque eso es lo que es.
Eso parece estarle pasando al presidente Luis Arce, un hombre ya de por sí con pocos instintos políticos, que ha terminado en manos de su ministro de Justicia, quien lo ha convencido de que todas las soluciones deben pasar por el embudo leguleyo y que deben matar o morir en esa lógica. El resultado, como no podía ser de otra manera, es un Gobierno ya no tuerto, sino ciego, sin perspectiva, sin rumbo y sin capacidad de negociación. Un Gobierno rumbo al barranco en manos de abogados.
Ilya Fortún es comunicador social.