Casi 20 años de gobiernos masistas nos tienen acostumbrados a
atropellos y aberraciones tan grandes que al parecer hemos perdido como
ciudadanos la capacidad de sorprendernos. Después de tanto tiempo y tantas
decepciones, el país los conoce bien y sabe que son individuos sin escrúpulos,
sin ninguna convicción democrática y sin límites cuando se trata de mantener y
reproducir poder político.
Por eso a mucha gente de bien, cuerda y razonable, les parece parte de la “normalidad política” ver a la ciudad de La Paz tomada por una enorme patota de delincuentes llamados hoy cooperativistas mineros auríferos. El MAS ha llegado al país a tal punto de degradación que una cosa como esta, inadmisible en cualquier otro país del mundo e impensable incluso en Bolivia en el pasado, es asumida hoy como otro capítulo más de esta historia sin fin de liquidación y destrucción de todo lo que tiene todavía algún valor; otro asalto hasta que no quede nada más que malgastar, robar y depredar.
En el mundo al revés de la inmoralidad y la impunidad masista, es normal que unos avasalladores y depredadores tomen la sede de gobierno para exigir “su derecho humano” a liquidar hasta la última hectárea de áreas protegidas. No están contentos ni satisfechos con el daño masivo e irreparable que le han infringido al mundo, y su instinto depredador les dice que es momento de apretar al gobierno para obtenerlo todo.
Saben muy bien que “ahora es cuando” porque además de ser secuaces y ahijados del gobierno, tienen la sartén por el mango frente a un régimen quebrado que necesita su mal habida producción de oro igual que el drogadicto capaz de matar por una dosis más, después de haber vendido lo propio y lo ajeno en la recta final del camino del vicio. Saben muy bien que tienen las de ganar porque al frente tienen al mismo mediocre cajero que en su condición de responsable de la economía, fue directo culpable del despilfarro y asesinato de la última gallina de huevos de oro que nos mantuvo y que pudo haber cambiado el destino del país.
Los pobrecitos cooperativistas del oro que producen 3.000 millones de dólares al año y tributan miseros sesenta millones arrasando todo lo que está a su paso y envenenando nuestros ríos, son indispensable, pues ya no queda mucho más para rematar de las reservas de oro y sin el botín de su saqueo los números de la economía ya no aguantan.
Nuestros bosques y nuestros ríos son probablemente lo único que les quedará a nuestros hijos luego del implacable paso de la tormenta masista, y es por eso que, desde esta columna, hoy manifiesto mi indignación, mi repudio y mi protesta ante esta nueva agresión que nos toca en lo más profundo. Creo que no debemos permitir esto en silencio porque, si así lo hacemos, la historia también nos juzgará. Lo que está ahora en juego, mañana no tendrá remedio. Desde donde nos toque, debemos resistir y expresar nuestra protesta, de la manera en que podamos hacerlo.