El MAS lo ganó todo en las elecciones de
2020: mayoría absoluta –legítima–, ventaja de 20 puntos sobre el segundo,
amplia base popular y reivindicación histórica. El gobierno del presidente Arce
lo tiene todo. Y, sin embargo, el MAS está tratando al resto del país como si
fuera una fuerza de ocupación extranjera. Con desprecio, pero ante todo, con
desconfianza. Todos son enemigos mientras no demuestren lo contrario. Desconfianza
incluso dentro del MAS y desprecio del MAS para con todo el resto del país.
Incomprensible.
Expresiones de esa mentalidad de ocupación de un país enemigo son la destitución de los diplomáticos de carrera y el despido del personal de la empresa pública del agua, ordenados por el Ministro de Relaciones Exteriores y por el propio Presidente del Estado, respectivamente.
Pero ese es sólo el botón de muestra. No solo se busca la exclusión de roles públicos de todo quien no sea miembro de reducidos círculos, sino incluso hay recelos entre miembros de los sucesivos gobiernos del MAS. Así, Evo Morales descartó a Eva Copa como candidata a cualquier puesto, por presunto contagio pitita, pues la expresidenta accidental del Senado fue instrumental en la pacificación del país en los primeros días del gobierno de Jeanine Áñez, tras la fuga de Morales. Todos contra todos. Una locura.
A la desconfianza se suma la descalificación. Casi no hay declaración pública oficial que no descalifique al ajeno como si fuera “enemigo” y como si ese enemigo percibido tuviera la voluntad y/o la posibilidad de desestabilizar o incluso derrocar a un gobierno con tan fuerte base popular. Pero ese “enemigo” no es tal y no tiene ni esa voluntad ni esa capacidad. Lo único que quiere es trabajar y vivir de la mejor manera posible dadas las circunstancias. Pero se lo aliena y se le obliga a elegir bando: el opuesto.
Así, el gobierno del presidente Arce se muestra como uno de los picos históricos de la desconfianza hacia el compatriota. Si bien es cierto que la desconfianza hacia el ajeno ha sido un rasgo transversal a lo largo de la historia nacional, el actual gobierno está llevando ese rasgo destructivo a niveles de paranoia estalinista.
En ciencias sociales, la confianza entre los ciudadanos de un país se denomina “capital social” (no confundir con el termino homónimo en economía). El capital social es un conjunto de valores o normas informales compartidos entre ciudadanos, que les permite cooperar entre sí. Si los ciudadanos esperan que los demás se comporten de manera confiable, entonces llegarán a confiar unos en otros. La confianza actúa como un lubricante que hace que cualquier grupo u organización funcione de manera más eficiente. Y cuanto mayor es la confianza, más próspero es un estado. Al contrario, las sociedades de baja confianza, como la nuestra, están en desventaja porque no pueden desarrollar instituciones sociales grandes y complejas.
Por otro lado, el hecho de compartir normas no produce automáticamente capital social porque los valores imperantes pueden no ser los correctos. Y Bolivia cultiva la desconfianza, entre otras cosas, en su estructura hiperburocratizada, donde una institución del Estado debe validar la autenticidad de un documento emitido por otra institución del Estado. Trámites recién creados (como la apostilla) que nacieron simples, se van complicando. Por desconfianza.
Se dice que en términos societales, el capital social, una vez que se desgasta, es prácticamente imposible de restablecer. Pero, ¿es que reinó alguna vez la confianza entre bolivianos de diferentes siglas, clases, etnias, regiones? No hay que restablecerla. Hay que crearla de cero.
Para empezar a construir capital social entre todos los miembros de la sociedad, el primer paso debe darlo el gobierno, con una política de atender los intereses, objetivos y necesidades comunes de todos los bolivianos y no solo los de su bandería política.
Los bolivianos necesitamos empezar a confiar los unos en los otros y ese cambio sólo puede ser impulsado desde arriba hacia abajo. El gobierno necesita mostrarse abierto, no cerrado. Necesita emitir mensajes que hagan que todos los bolivianos se sientan compatriotas, hijos de un hogar común, y no enemigos unos de otros según su tipo de nariz. El conflicto ya pasó y tiene un claro ganador. Es hora de que se asuma como tal, abandone la confrontación y aproveche de la disponibilidad y la capacidad de todos los bolivianos que erróneamente sigue percibiendo como enemigos.
Robert Brockmann es docente universitario.