Recuerdo de mi niñez los regresos a Cochabamba en tren. En
particular, la llegada a Parotani, donde se abre el valle cochabambino: verde,
fecundo, plano, con un río cruzado por puentes de acero y caminos rodeados de árboles
entre cultivos, hasta donde alcanzaba la vista. Una visión del paraíso. Una Shangri-La
después de la gris adustez del altiplano.
Hoy, por carretera, llegar a Parotani te sigue mostrando ese marco general, pero con basura y escombros. Mucha basura y muchos escombros acumulados a ambos lados de la carretera, desde Parotani hasta la misma Cochabamba.
Ya adulto, me tocó ir a verificar cierto contrabando en la frontera sur de Bolivia. Es asombrosa la diferencia que pueden hacer unas decenas de metros entre dos administraciones y culturas diferentes. El río Bermejo marca la frontera no solo entre dos países, sino entre dos galaxias, sobre el manejo de la basura. Con solo dirigir la mirada a una ribera u otra desde el puente fronterizo se percibía una Argentina limpia y una Bolivia sucia. No solo sucia. Un muladar. Allí, desde Argentina, lo que se veía entonces era un vergonzoso país-basural. No sé si el panorama haya cambiado, para bien… o para peor.
Sospecho que para peor. En los últimos meses y después de muchos años volví a recorrer la carretera La Paz-Cochabamba. Donde hace mucho tiempo se veía (relativamente) pequeños amontonamientos de basura, usualmente cerca de pueblos, hoy se ve un largo y casi ininterrumpido y creciente hilo de basura a lo largo de prácticamente todo el trayecto, con excepciones.
En su mayor parte es la basura que tiran los pasajeros de las flotas luego de consumir alimentos. Incontables cantidades de bolsas y de variedades de recipientes y envolturas plásticas. Para las autoridades, no debiera ser difícil obligar a las flotas a tomar medidas muy simples para evitar esta práctica.
Pero además de esta basura “doméstica”, está la otra variedad, omnipresente: escombros. El problema atañe a las afueras de pueblos y ciudades de todo el país, y no solo a las afueras. En La Paz, en el camino a Palca, que tiene varios miradores al Illimani que quitan el aliento, todos ellos han sido convertidos, o se están convirtiendo, en muladares de escombros. Cada día es peor.
Y puede decirse lo mismo de casi cualquier mirador en La Paz. Es como si hubiera una premisa entre ciertos —no pocos— paceños: “¡Mira que hermosa vista!” “¡Sí! ¡Convirtámosla en un arrojadero de escombros, para que no quepa duda de que estamos en La Paz!” Pero puede ser La Paz o cualquier otra ciudad boliviana.
“¡Qué feo es Uyuni!”, expresó sin delicadeza una aspirante a cantante francesa, de padres bolivianos, y se cargó una tremenda bronca local. El también francés Alexis Dessard abordó el tema desde el ángulo propositivo: dijo lo mismo, pero de otra manera: Uyuni podría ser lindo, si se recogiera toda esa basura. Y no solo puso manos a la obra en Uyuni, sino también en el lago Uru-Uru, en Santa Cruz el Canal Isuto y va por más. ¡Bravo!
Su iniciativa tuvo éxito no solo porque abordó el problema con la delicadeza para no ofender las agudas susceptibilidades bolivianas, sino que acogimos la iniciativa con entusiasmo porque sabemos que el problema es real. Mucho más que otros pueblos, vivimos entre basura.
El franchute nos mostró, con amabilidad y sensibilidad, lo que podríamos ser si tan solo practicáramos el aquí nunca ejercido arte de colocar la basura en su lugar. Es un tema al que los bolivianos no le hemos dado importancia. Hemos normalizado tirar y ver basura en cualquier parte, pensando que “alguien” la recogerá.
Estamos en un tiempo de cambios profundos, y la iniciativa de Alexis Dessard debiera ser el inicio de un esfuerzo local y nacional de largo aliento, en la que los bolivianos percibamos a la basura como lo que es: peligrosa y horrible, y no “parte del paisaje”.
Robert Brockmann es periodista y docente universitario.