A pesar de los reclamos de la gente, que preguntaba sarcástica si alguien sabía cuándo se inauguraba la gestión de Luis Arce, yo prefería imaginarme a un presidente trabajando silenciosamente en su despacho, como Víctor Paz, y no inaugurando canchitas y empedrado de calles en remotas localidades rurales cinco veces al día.
Arce no es indígena, ni sindicalista, ni parte de un movimiento social, ni, parece, político, pero quizás todo eso no hubiera importado, si lo dejaban parir. Después de todo, su 55% en octubre de 2020 era suyo y de nadie más.
Mientras Arce, supongo, intentaba gobernar en las siempre difíciles circunstancias del país, un alicaído Evo Morales designaba candidatos a dedo, a menudo contra los deseos de su propia gente. Desechó a Eva Copa y recibió el silletazo azul que lo despeinó. Así, el 7 de marzo, sus candidatos perdieron en ocho de las diez ciudades principales del país.
Sólo cinco días después, el 12 de marzo, el gobierno, hasta entonces tranquilo, adquirió otro cariz y comenzó la perturbadora ola de arrestos y procesos ilegales. Los eclipsados líderes fugados en noviembre de 2019 empezaron a hablar y pisar fuerte. Pusieron a su propio gobierno contra las cuerdas. Sin ostentar cargo gubernamental alguno, amenazaron a la UE, a la Iglesia católica, a la OEA, a embajadores individuales y a todo boliviano que hubiera participado en las protestas contra el fraude.
Vieron necesario recuperar la iniciativa y unificar al partido, que hacía aguas. Los fugados de noviembre de 2019 le atribuyeron la derrota subnacional a Arce, porque Evo nunca se equivoca. Desconcertado silencio presidencial. Un ministro ¿acorralado o cómplice? admitió que “se armaba el caso” contra la secuestrada expresidenta Áñez. Alguien, que no es el presidente, parecía / parece gobernar el país.
Entretanto Morales, a quien no se le discute porque es un ícono, recorría los cuatro departamentos del balotaje. Cerró alianzas, recibió juramentos de lealtad electoral y anunció victorias indiscutibles. Incluso tiró línea gubernamental. Remedando la retórica, Arce pronunció su infortunada frase sobre los oligarcas tarijeños.
Llegó el 11 de abril y con él, la derrota 0:4 del MAS. A las ocho capitales perdidas se sumaban seis de nueve departamentos. Morales anunció un “análisis profundo”. Pero Morales no puede hacer un análisis profundo, porque jamás admite sus propios errores. Evo no querrá entender los mensajes del electorado el 7 de marzo y el 11 de abril. Las causas de su derrota fueron sus dedazos, su retórica polarizadora, su virtual captura del gobierno y, sobre todo, su persecución. SU persecución.
Su “análisis profundo”, apostemos, seguirá su cansada receta: la derecha, el imperio, los medios de comunicación. Ojalá el presidente Arce tomara nota de que el país, lo que en realidad pide, es reconciliación y unidad.
Pero nos engañaríamos si creyéramos que el MAS está derrotado. Está en declive histórico, sí. Es inferior en número a las oposiciones sumadas, pero es una gran minoría organizada y con liderazgo único, y el sistema de distribución de escaños, que privilegia el voto rural, le ha dado una injusta y artificial mayoría en cinco asambleas departamentales. Allá donde le den los números, el MAS puede y trabará a los gobernadores y alcaldes opositores.
Cuando los bolivianos necesitamos hacer frente común a la adversidad que se nos abalanza, seguiremos viendo grandes gestos ideológicos y confrontación. Es la genética del evismo.
A la larga ello sólo desgastará al propio MAS y a Arce, que podría imprimirle su propio estilo a su propio gobierno, si quisiera. La presidencia es poderosa y hay que saber usarla. Pero todo indica que será otro período perdido para el progreso del país y de los departamentos.
Robert Brockmann es periodista y docente universitario