Hubo una época, no tan lejana, en la que el teléfono fijo era un lujo y el correo electrónico, una extravagancia reservada para oficinistas de élite y académicos. La vida era más lenta, las conversaciones tenían pausas y el silencio no era incómodo, sino necesario. Nadie entraba en pánico si no podía responder de inmediato.
Hace un par de semanas, tuve que quedarme en silencio digitalforzoso. Por un lado la compañía de telefonía celular que utilizo ha decaído estrepitosamente en su servicio, por lo que en mis sesiones de fisioterapia era inútil adquirir sus paquetes de datos, sin mencionar que estos desaparecen en lo que usted pestañea. Quizás deba agradecerles que apoyen tanto a sus influencers y se olviden de sus usuarios, así dejé de usar sus ofertas de datos. Añadido a esto, hubo que cubrir varios temas en casa que lograron una desconexión casi por completo de Internet y redujo mi uso de celular en más del 80%.
Si bien, terminé mis días agotada por el correteo, empecé a sentir el silencio y tranquilidad de no estar al pendiente de mensajes instantáneos, solicitud de acciones inmediatas y otros a los que nos tienen sujetos estos aparatos digitales. Pude concentrarme en tres actividades con mayor claridad, recuperar mucho tiempo de calidad con la familia y estar consciente hasta de mi respiración. Al final, me di cuenta que vivía arrastrando un agotamiento digital o burnout
Hoy vivimos encadenados a un aparato que nos exige atención constante, como si fuera un jefe tirano que nunca duerme. El celular, ese pequeño dictador de bolsillo, ha logrado lo que ni los regímenes más autoritarios: que la gente se sienta culpable si no responde un mensaje en cinco minutos.
No exagero. Los datos lo confirman. Un estudio reciente en adolescentes muestra que el 41% siente angustia si no recibe notificaciones. El 68% aumentó su tiempo de uso del celular durante la pandemia. Y no es solo cosa de jóvenes: en América Latina, nueve de cada diez empleados sufren síntomas de burnout digital, ese agotamiento mental y físico producto de la hiperconectividad. Antes, al salir de la oficina, uno se desconectaba de verdad. Ahora, el trabajo y la vida personal se mezclan en un mar de mensajes, alertas y correos que no dan tregua ni de noche ni los fines de semana. La frontera se ha borrado y el descanso se ha vuelto un privilegio.
La pandemia aceleró este proceso. El encierro nos empujó a refugiarnos en las pantallas, y el celular se convirtió en la ventana al mundo, la escuela, la oficina y el café con amigos. Pero cuando la vida volvió a la calle, muchos no supieron soltar el aparato. Aparecieron síntomas de abstinencia, irritabilidad y hasta agresividad. El celular ya no es solo una herramienta, es una extensión del cuerpo y, para muchos, de la identidad. El problema es que esta dependencia trae consecuencias: déficit de atención, insomnio, ansiedad, alteraciones emocionales y hasta conductas antisociales. Y no se trata solo de adolescentes: adultos, padres y abuelos también han caído en la trampa.
¿Hay salida? Sí, pero requiere rebeldía. Hay que recuperar el derecho al silencio, a la pausa, a no responder de inmediato. Poner horarios de desconexión, apagar notificaciones, rescatar el placer de una conversación cara a cara, mirar por la ventana sin miedo a perderse algo en el chat. Y, sobre todo, enseñar a los más jóvenes que la vida no cabe en una pantalla, que la ansiedad por las notificaciones es un síntoma de una sociedad enferma, no una virtud. La verdadera libertad no es tener el celular siempre a mano, sino saber cuándo dejarlo a un lado. Porque, al final, la esclavitud al celular es una elección. Y todavía estamos a tiempo de elegir y crear el silencio necesario para la salud mental.