“!Perra!”. Esta sola palabra ilustra cómo el lenguaje puede ser profundamente deshumanizante contra las mujeres, una señal de desprecio, de opresión y discriminación, que perpetúan estereotipos y refuerzan las desigualdad de género. El lenguaje sexista no es un fenómeno aislado, es el reflejo de las estructuras de poder que dominan las interacciones diarias.
El lenguaje sexista trasciende la simple comunicación; es el reflejo de las estructuras culturales y sociales que han legitimado la desigualdad de género a lo largo de la historia. Las palabras que utilizamos heredan una carga histórica que perpetúa creencias y prácticas discriminatorias. Este tipo de lenguaje asume que el género masculino es la norma, borrando a las mujeres de la lengua y, por ende, de la realidad.
Las palabras y sus significados traducen historia, disciplinamiento, menosprecio y subordinación, traspasando fronteras y culturas. No significan lo mismo cuando se piensan en hombres o en mujeres. Palabras como “perro”, “zorro” o “astuto” evocan significados altamente diferenciados en femenino. Así, “perra”, “zorra” y “astuta” condensan toda la ideología sexista, androcentrista, machista y misógina que persiste en nuestra sociedad; cuando una niña, adolescente o cualquier mujer es nombrada “perra”, acá o allá es una puta; venturosamente hoy también eso ha cambiado, hoy una puta, una persona como usted o como yo ha conquistado los mismos derechos de aspirar a la dignidad.
Como bien señalaba Carlos Lomas, las palabras tienen poder; conllevan un enorme peso político, que pueden atentar contra la dignidad humana. El uso sexista de las palabras y el lenguaje refuerzan la marginalización de grupos, consolidando estructuras de opresión basadas en género, raza y clase social. Este uso deshumanizante conlleva impactos en la percepción y comportamiento social.
Desde los inicios del movimiento feminista contemporáneo, el lenguaje ha sido una arena de lucha contra el patriarcado. Pensadoras de diversos contextos han reconocido que quien controla el lenguaje, controla la realidad. Desde finales de los años 70, pensadoras, activistas, artistas y mujeres diversas interpelaron los paradigmas para desarrollar un lenguaje propio que les permitiera visibilizarse y expresar sus intereses y cosmovisiones. Este esfuerzo sincrónico a nivel global ha sido fundamental para desafiar y transformar el lenguaje que nos rodea, para ser nombradas, para existir.
Las palabras son más que simples herramientas de comunicación: portan significados que reflejan las estructuras sociales, culturales y políticas de nuestras comunidades. Su uso evidencia mecanismos de opresión, discriminación o liberación, revelando las dinámicas de poder en nuestras interacciones.
El lenguaje sexista es, en última instancia, un reflejo de un sistema de creencias que considera a las mujeres invisibles y subordinadas. Transformar este lenguaje es esencial para abolir la diferenciación de roles y promover relaciones equilibradas y armónicas entre géneros.
Además, el lenguaje también conlleva el legado colonial profundamente violento. Términos como “india/o”, “cunumi”, “birlocha”, “chota”, “negra/o”, “maricón” o “puta” han dejado huellas profundas en el alma y el cuerpo de quienes han sido estigmatizadas y condenadas. Sin embargo, a la luz de las luchas reivindicativas, estos insultos han evolucionado en voces interpeladoras y se han convertido en gritos de lucha por derechos y por dignidad.
Las palabras y el lenguaje tienen poder. Pueden ningunear, herir, golpear, humillar, menospreciar, acariciar o interpelar. Al reconocer que el lenguaje puede perpetuar estereotipos y desigualdades, es fundamental cuestionar y transformar cómo nos comunicamos.
El sexismo utiliza términos y expresiones que desvalorizan o excluyen a las mujeres, afectando no solo la percepción social, sino también perpetuando la subordinación. La discriminación lingüística se manifiesta en expresiones que denigran a las personas basándose en su sexo, presentando a las mujeres como seres inferiores o relegándolas a roles tradicionales.
Las palabras tienen influencia y poder: moldean opiniones, decisiones y acciones. Evocan emociones como ira, dolor, miedo e inferiorización. Un lenguaje inclusivo y respetuoso fomenta la justicia social, son reflejo nítido de las dinámicas de poder, de las relaciones sociales y las estructuras que las sustentan. Como han señalado grandes pensadoras, pueden ser herramientas de cambio o de opresión.
Desde hace más de 50 años ha surgido una conciencia lingüística que reconoce el sexismo en el lenguaje como un obstáculo para la igualdad de género. Al transformar nuestra forma de comunicarnos, contribuimos a la eliminación de estereotipos y a la construcción de una sociedad más equitativa, donde todos los géneros sean visibilizados y respetados.
La Real Academia Española (RAE) señala que el lenguaje no solo refleja, sino que también ayuda a construir nuestra visión del mundo. Cuando empleamos un lenguaje sexista o androcéntrico, transmitimos ideas que discriminan a las mujeres, subrayando que la culpa no recae en la lengua, sino en el uso que le damos quienes las usamos.
El lenguaje no sexista, que nombra a la mitad de la humanidad, condensa más de 300 años de luchas de mujeres en todo el mundo, buscando el reconocimiento de su existencia y el respeto a sus derechos. Este cambio trasciende fronteras y culturas, integrando las reivindicaciones por la igualdad de género en un contexto más amplio de justicia social.
Las palabras y el lenguaje no sexista e inclusivo hacen visible la existencia de la mitad de la humanidad en su diversidad de géneros, clase o cualquier otra condición, pero además son herramientas de liberación, capaces de movilizar a la ciudadanía y desafiar las estructuras de opresión. Las palabras pueden herir y matar el alma; pero también tienen el poder de liberar, enaltecer y dignificar, todo depende de cómo las utilizamos!!
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.