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La aguja digital | 02/06/2025

Utopía traicionada

Patricia Flores
Patricia Flores

Las bases del llamado “proceso de cambio” en Bolivia fueron socavadas desde sus albores, cuando los primeros escándalos de corrupción, como los negociados en YPFB, dejaron claro que el saqueo no sería la excepción, sino el método. Miles de millones de dólares diluidos en dos décadas lubricaron una maquinaria clientelar al servicio del MAS, más preocupada por perpetuar lealtades que por garantizar bienestar a la población.

Fue solo el inicio de una larga cadena de despojos encubiertos bajo discursos de justicia social.

La opacidad en los contratos estatales con corporaciones transnacionales, especialmente chinas y rusas, abrió compuertas a la depredación de la Amazonía y al avance impune de las dragas ilegales. Lejos de fomentar un desarrollo sostenible, esos acuerdos se convirtieron en pasarelas para una corrupción estructural que desplazó la planificación pública y sumió al Estado en un letargo de ineficiencia e impunidad.

Se desviaron fondos de cooperación internacional destinados a agua, salud, vacunas, saneamiento… mientras una cáfila de ministros, viceministros y séquitos genuflexos se enriquecía. En su lugar, alzaron elefantes blancos devorados hoy por la maleza: mausoleos del caudillismo inútil, símbolos de una revolución que se perdió en su propio laberinto de poder.

Mientras tanto, la Amazonía y las Tierras Comunitarias de Origen fueron arrasadas por un fuego doble: el de las llamas visibles y el de la codicia impune. Según datos de entidades como Fundación Tierra, más de 10,1 millones de hectáreas fueron devastadas en los últimos 15 años; de ellas, un 58 % correspondía a bosques nativos, en su mayoría en los departamentos de Beni y Santa Cruz.

Sobre este territorio herido se impuso un modelo agroindustrial celebrado por su rentabilidad, pero sostenido sobre la ceniza: un sistema que convierte la selva en moneda de cambio, y las comunidades indígenas en obstáculos. Un modelo “exitoso” solo en las planillas contables, que encubre una devastación ecológica y un etnocidio silencioso, neocolonial e inmisericorde.

En Bolivia se naturalizó la ilegalidad desde las más altas esferas del poder: basta recordar al hijo menor del presidente Arce, que aparentemente violó una ley firmada por su propio padre para quemar tierras protegidas y cultivarlas sin consecuencia alguna. No se trata de un hecho aislado, sino de la expresión de un viejo patrón cleptocrático, en el que familiares y allegados de funcionarios de todos los niveles del Estado participan de una economía de saqueo.

El poder se hereda como si fuera propiedad privada, y los delitos se diluyen en la complicidad estructural de una justicia sometida. La tragedia nacional históricamente también ha transitado por los mecanismos de optar por el dinero rápido a través de las economías ilícitas del narcotráfico, el contrabando, el lavado de activos y el blanqueo de bienes capitales que se incorporan al torrente sanguíneo del país, como si fuesen parte del PIB no declarado.

La ilusión del crecimiento a lo largo de estas últimas décadas solo escondió una metástasis moral, de la que hoy estamos pagando las consecuencias.

Somos herederos y herederas de ese Estado corroído, donde el saqueo dejó de ser excepción para convertirse en norma, y la corrupción no solo vació las arcas públicas, sino también las instituciones. Una tragedia institucional que ya no discute ideas ni confronta proyectos de país, sino que transa intereses, cuerpos y lealtades.

Se compraron conciencias y se vendieron sentencias; y si eso fuera poco, como sociedad fuimos mellados en nuestra dignidad al presenciar la degradación más extrema de la política: violencias institucionalizadas, vulneración sistemática de derechos humanos y un profundo deterioro del respeto a la vida.

Violaciones sexuales en hemiciclos legislativos, extorsión sexual como moneda de ascenso y el uso del poder como instrumento de sometimiento revelan que aquí no solo se traicionó un ideal político: se traicionó la humanidad misma.

La geopolítica de la “marea rosa”, que alguna vez prometió soberanía, justicia social e integración regional, quedó sepultada bajo una realidad contradictoria: un rentismo extractivista, una discursividad antiimperialista performática y una deriva autoritaria legitimada por un aparato ideológico.

Intelectuales y exmilitantes críticos hoy se mimetizan en las aguas fangosas de la política, personajes camaleónicos que prefieren sobrevivir antes que interpelar.

En ese mismo devenir, se desarticularon las instancias de la sociedad civil crítica, se asfixió a las organizaciones que fiscalizaban, y se cooptaron centros académicos estatales, convertidos en trincheras de camarillas donde la ciencia fue archivada y la investigación subordinada a la lógica del partido.

Las universidades públicas, lejos de ser faros del pensamiento libre, se transformaron en botines para juventudes militantes que, sin proyecto ni ética, reproducen la lógica del caudillismo con nuevas caras pero viejos métodos.

Bolivia no será transformada sin las mujeres, sin las poblaciones indígenas y originarias, sin las juventudes que desafían el cinismo del poder, sin las diversidades identitarias y sexuales que irrumpen para quedarse y reclamar un lugar digno en la historia, sin las polifonías de las diversas clases sociales.

No habrá justicia sin ellas, sin ellos, sin nosotres.

Esa transformación no ocurrirá sin fracturar los cimientos coloniales y patriarcales que todavía rigen la burocracia, los partidos, los medios, las escuelas y hasta las organizaciones que se dicen populares. Porque la equidad no es asistencialismo, y la inclusión no es integración subordinada: es redistribución del poder, de la palabra, del territorio y del conocimiento.

Bolivia es hoy el espejo roto de una utopía traicionada. Las palabras revolución, cambio y dignidad fueron vaciadas por quienes hicieron del poder un fin en sí mismo y no un medio para transformar la vida de las mayorías.

Pero entre los escombros persiste la memoria de lo que pudo ser y, más urgente aún, el desafío de levantar un nuevo pacto social: ético, plural, profundamente democrático, donde la justicia no sea promesa vacía, sino práctica cotidiana que redistribuya poder, palabra y territorio.

Ese país no renacerá con las elecciones, ni con los vetustos caudillos, sino desde las fisuras, que se gestan hoy gracias a mujeres insumisas, juventudes que no heredan silencios, comunidades que resisten desde la tierra y la palabra.

Ecofeminismos, liderazgos indígenas, movimientos barriales y colectivos autónomos se convierten en semillas de futuro. Porque donde el poder se pudre, aún hay quienes siembran dignidad. Y de esas raíces, si las cuidamos, puede brotar otro país.

Patricia Flores Palacios es magíster en ciencias sociales y feminista queer



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