La conflictividad en Llallagua, los bloqueos pro-Morales y la develación de enclaves del narcotráfico como el “México Chico” en el norte de Potosí revelan la fusión letal entre crimen y poder. Como anticipó Quintana, la crueldad no conoce límites: “el rito del bloqueo” se alimenta de sangre, la misma sangre de jóvenes indígenas que, paradójicamente, comparten destino con sus victimarios.
La violencia en Llallagua estalló en un infame episodio de sangre por el poder. Emboscadas mortales contra policías dejaron al menos tres jóvenes asesinados por impactos de bala en ataques coordinados por grupos afines a Morales, con una brutalidad que desafía la humanidad.
Los hospitales, infraestructuras históricamente precarias y sin superar el segundo nivel de atención, fueron sitiados; se bloqueó el acceso a ambulancias y medicamentos, dejando a más de 60 heridos sin atención adecuada. La violencia incluyó la quema de buses policiales, toma de rehenes y uso de explosivos artesanales, configurando una crisis humanitaria y social que evidencia una estrategia sangrienta para sostener el poder político.
Este patrón de violencia se inscribe en una escalada que comenzó con las protestas del 2 de junio y que, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión (RELE), ha causado al menos cuatro muertes y amenazas contra periodistas, poniendo en riesgo la libertad de prensa.
Estos hechos represivos evocan episodios emblemáticos del siglo XXI, como la represión en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS) en 2011. Comunidades mojeñas, yuracarés y chimanes que se opusieron a la construcción de la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos fueron reprimidas con gas lacrimógeno, detenciones masivas y violencia sexual, hechos documentados por la CIDH y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Mientras Morales se presentaba como defensor de los pueblos originarios, su gobierno impulsó políticas extractivistas, minería e hidrocarburos en territorios indígenas sin consulta previa, traicionando la retórica del “vivir bien”, consolidando un etnocidio y ecocidio en tiempos del Estado Plurinacional.
Dualidad del poder, entre discurso y práctica, devela que ese modelo autocrático, que se niega a cumplir la Constitución, utilizó la identidad y las reivindicaciones indígenas como escudo político mientras consolidaba estructuras de violencia, corrupción y economías clandestinas.
El Grupo de Estudios Indígenas (GEI) registró 127 casos de criminalización de líderes opositores entre 2006 y 2019. Esta contradicción entre la retórica del “vivir bien”, que promueve la armonía con la naturaleza, y la realidad de concesiones a empresas transnacionales y la expansión de la frontera agrícola en parques nacionales ha facilitado la deforestación y el tráfico ilegal de tierras.
Y es que la historia ha decantado que Evo Morales fue fundamentalmente un líder autocrático, que usó su condición indígena para legitimarse internacionalmente como símbolo de resistencia antiimperialista, mientras consolidaba un régimen personalista y autocrático. Su narrativa de “hermano presidente” ocultó prácticas clientelares y persecución a opositores políticos. Seguidores realizaban actos de genuflexión ante su imagen y le atribuían cualidades mesiánicas, una dinámica común en líderes autocráticos de izquierda del siglo XXI, como Daniel Ortega y Nicolás Maduro.
Una maldición política marcada por el narcisismo, donde la crítica se interpreta como traición. Evo Morales, aliado estratégico de Venezuela y Cuba, se proyectó como líder “antimperialista” usando la polarización interna para controlar, priorizando la lealtad ideológica sobre la democracia y el pluralismo. Dividió a la sociedad en “movimientos sociales” versus “la derecha” o “el imperio”, justificando la represión y blindando su poder frente a la oposición.
La consolidación de enclaves como “México Chico” evidencia no solo la penetración del narcotráfico, sino la cesión de soberanía estatal ante intereses criminales. Un fenómeno con raíces históricas: René Bascopé documentó cómo la cocaína entró en la política boliviana en los años 80, impulsada por estrategias encubiertas. Desde entonces, el narcotráfico se arraigó y se expandió desde el oriente hasta los Andes.
Estudios no tan recientes ya advertían que Bolivia es epicentro de una nueva geopolítica de las drogas. En el norte de Potosí, “México Chico” se ha convertido en un foco donde pandillas reclutan adolescentes sicarios, mientras cárteles mexicanos como Sinaloa y Jalisco Nueva Generación controlan rutas hacia Brasil y Europa. El tráfico hacia Chile también se intensifica, con vehículos robados y rutas de contrabando, y líderes afines al MAS han sido vinculados a la protección de estas redes.
Entre 2015 y 2020, la DEA reportó un incremento del 300 % en las incautaciones de cocaína en Bolivia. Analistas sostienen que el gobierno entonces toleró estos flujos para conservar alianzas estratégicas con los sectores cocaleros, una de las principales bases de su poder político. El entonces ministro de Gobierno, Carlos Romero, admitió que la provincia de Ichilo se había convertido en un epicentro del narcotráfico, donde incluso dirigentes comunales defendían abiertamente la actividad. Este escenario forma parte de una economía ilícita que ha generado nuevas formas de ocupación para jóvenes, muchas veces atrapados en redes de prostitución, trata o tráfico de personas, e integrados a la cadena de producción y tráfico de droga también como pisacocas, “campanas” o “mulas”.
El narcotráfico ha contaminado procesos agrarios y causado graves daños ambientales. El Instituto Elcano destaca cómo el crimen organizado internacional ha tejido alianzas con productores bolivianos, controlando rutas fluviales estratégicas.
Así, el mito del “vivir bien” se desmorona frente a la realidad depredadora: la narrativa oficial que idealizaba al indígena como reserva moral es desmentida por la complicidad con la depredación ambiental, el narcotráfico y la violencia política. La CIDH y el Grupo de Estudios Indígenas denunciaron que líderes indígenas aliados al MAS recibieron beneficios económicos a cambio de avalar proyectos extractivistas, erosionando la ética y autonomía indígena.
Bolivia enfrenta hoy una crisis “civilizatoria”, donde narcotráfico, autoritarismo y violencia política convergen en un sistema que prioriza la permanencia de un caudillo narcisista sobre la vida humana y la democracia. La violencia en Cochabamba, Llallagua y otros lugares no son hechos aislados, sino síntomas de esta profunda crisis.
Parafraseando a Milan Kundera, y si bien los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar, también tienen el poder para despertar, resistir y seguir luchando para construir un futuro donde la justicia y la libertad prevalezcan por encima de sus verdugos, disfrazados de líderes.
Patricia Flores Palacios es magíster en Ciencias Sociales y feminista queer.