Fue a finales de abril, en 1991. Tenía 21 años, estaba de vacaciones en La Paz y decidí enviar un artículo al periódico. Comencé describiendo mi caminar por las principales avenidas, los minibuses, los librecambistas, la mendicidad. También me fijé en el gran comercio, en las nuevas tiendas, en el mercado. Terminé con las observaciones sobre la política, el debate público, las posiciones y disputas. Con el documento en mano, fui a la oficina de Presencia en la Av. Mariscal Santa Cruz, y dejé mi nota en manos de Ana María Romero de Campero, entonces directora del matutino, que con enorme generosidad la recibió con elogios y palabras de aliento.
Al día siguiente, compré el periódico temprano, vi mi nombre impreso y quise contar a todos mi hazaña, incluido el conductor del minibús que esa mañana me transportó al centro de la ciudad. Y no era para menos, comenzaba una de mis maneras de relacionarme con las letras.
Desde aquellos años, hace más de tres décadas, no he dejado de publicar regularmente en prensa. Creo haber pasado casi por todos los medios en Bolivia, además de algunos en México y ahora en soportes digitales. Mis columnas han tenido distintos nombres: Intervenciones, Diario vagabundo, Sueño ligero, Vida de ciudad, Cuaderno de notas.
Fue decisivo seguir ese impulso atrevido, casi irresponsable, que nos moviliza cuando somos jóvenes. Alimentar una columna me dio, por un lado, la necesidad de observar el entorno inmediato en sus distintas dimensiones (culturales, políticas, sociales) y, por otro lado, sistematizar de manera cotidiana en una nota corta, comprensible, que pueda ser disfrutada por un público amplio. En suma: mirar, analizar y escribir.
He tenido la fortuna de ser acogido por distintos medios que me dieron mucha libertad. He escrito tanto respecto de la política del día, como sobre literatura o cine; sobre un viaje, un libro o una conferencia. Todo lo que pasara por mi vereda y que amerite un tiempo frente a la pantalla. Nunca tuve que someterme a la tiranía de la coyuntura. Me di el privilegio de abordar temas que, a menudo, nada tenían que ver con la agenda pública inmediata. Fue lo que me permitió acumular entradas que luego se convirtieron en el principal insumo para algunos libros.
A mis estudiantes a menudo les doy tres consejos: reúnan información sobre un problema específico que luego puedan explicar, den algún curso en cualquier nivel y no dejen de escribir regularmente en algún medio. Es que la escritura es oficio, es rigurosidad y constancia; y la exigencia de entrega periódica, ordena y disciplina. Muchos años han pasado, tantos como las páginas redactadas, y sigo con gratitud hacia Ana María Romero que le dio al joven veinteañero el impulso para seguir este camino. Guardo, además de su sonrisa, aquella publicación en papel periódico, ahora amarillenta por el paso del tiempo.
Hugo José Suárez, investigador titular de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.