Llegué a Guanajuato en 2004. Andaba buscando trabajo desde La Paz en algún lugar del planeta. Había decidido que, para seguir una carrera universitaria formal, sin ser consumido de lunes a viernes por el trabajo de sobrevivencia y tener que dedicar sólo mis fines de semana a la docencia e investigación científica, debía conseguir una plaza en algún contexto académico estable. Llegó a mi correo electrónico la información de un puesto en la Universidad de Guanajuato. Sin dudarlo, escribí solicitando información. Fueron y vinieron documentos y misivas, quedé seleccionado y me dieron fecha de entrevista. Tenía que viajar a aquella hermosa ciudad. En el interrogatorio me preguntaron si estaba dispuesto a vivir en México. Sin dudarlo respondí que sí. En unas semanas fui contratado.
La decisión implicaba “quemar las naves”. Hicimos maletas con mi esposa y nos lanzamos a una aventura migratoria. Se abría otra etapa en nuestras vidas, iba a ser papá, migrante y profesor universitario de un momento a otro. Cuando llegamos a Guanajuato todo era novedad. La ciudad de los túneles y colores, montañas y balcones floridos, ríos y quebradas nos recibió con cariño. Recorríamos las calles serpenteadas con familiaridad, rápidamente nos adentramos a la dinámica local.
En la universidad, ostentando por primera vez el título de “profesor-investigador de tiempo completo” empecé con mis cursos e investigaciones. Armé un programa para la primera generación de estudiantes de la licenciatura en sociología y antropología. No recuerdo el nombre de la asignatura, pero sí el contenido: empezamos leyendo Doble crimen en la calle Morgue de Allan Poe, continuamos analizando canciones de Joaquín Sabina, películas, cuadros, fotografías. Era la oportunidad para desplegar mi vocación pedagógica, quería que los estudiantes se enamoraran de la sociología, que le vieran utilidad, que descubrieran lo entretenido que es observar los comportamientos de la gente e intentar encontrarles un sentido. Creo que les gustó, en todo caso al final del semestre recibí muestras de afecto, incluso alguna estudiante me regaló un retrato mío que todavía guardo colgado en mi oficina en la UNAM.
Por otro lado, emprendí una agenda de investigación muy estimulante. Dos textos reflejaron mis intereses en ese tiempo. El primero era una deuda conmigo mismo. Quería escribir un artículo sobre el Método de Análisis de Contenido utilizándolo para estudiar las canciones de Sabina. Salió un texto pedagógico y analítico, que fue publicado en la Revista Mexicana de Sociología del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM (donde después me incorporaría como investigador). El segundo era una reflexión sobre la religiosidad popular.
Así fue la historia: una estudiante llegó con la noticia de que la efigie de una Virgen legaría a su casa; curioso como soy, le dije si me podía invitar. Fui a su domicilio y descubrí una red de prácticas religiosas que me hicieron repensar la teoría clásica: discutí con Weber y Bourdieu sobre su clasificación del campo religioso y acuñé el concepto de “agente paraeclesial”. El texto se publicó en Francia y tuvo bastante circulación. En suma, fue una grata época de creatividad e imaginación.
En lo familiar, fue un momento mágico. Vi crecer a mi hija Canela en sus meses iniciales. Recuerdo el día que dio sus primeros pasos, cuando la solté de mis manos en una enorme tienda. Empezaba a caminar, no paró, ahora vuela, está a punto de terminar sus estudios universitarios. Tengo una foto suya sentada en la mesa del comedor, con un vestidito rosado; otra sentada en el capó del primer auto que compramos; una más en un pony, disfrazada de monito. Ahí la dejé por primera vez en la guardería, llorando mientras me miraba con sus ojitos lagrimosos; ahí aprendió a imitar los gestos de sus padres, a veces riéndose de nosotros; ahí jugaba a servirme café imaginando una cafetería con sus tacitas de plástico.
En fin, en Guanajuato fui esposo, papá y profesional; migrante y viandante.
Fueron muchas razones las que me alejaron de Guanajuato que no vale la pena recordar. Pero no dejo de mirar con nostalgia el camino que entonces construía, la apuesta que significó llegar con los ojos puestos en el futuro, decididos a enfrentarlo todo, a resolver cualquier dificultad. Como soy nostálgico, a menudo vuelvo sobre mis pasos, me veo transitando por mis treinta y cuatro años, con ganas de quedarme en esa tierra. Por eso todo resuena, por eso volver a Guanajuato es tan fuerte, por eso abrazo la melancolía mientras me pierdo entre las calles y callejones de esta ciudad, tan mía, tan parte de lo que fui.
Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.