¿Pudieron los halagos de 1825 haber sido más modestos o menos duraderos? ¿Qué hubiera sucedido en ese caso? Completo la hipótesis: ¿y si la Asamblea hubiera rescatado el nombre más antiguo, para llamarla República de Charcas?
Brújula Digital|21|08|25|
Roberto Laserna
Hace unos días, Robert Brockmann publicó un ejercicio contrafactual imaginando lo que hubiera pasado si la Asamblea Deliberante de 1825, en vez declarar la Independencia, optaba por permanecer como parte de la Argentina. Prometió hacer similar ejercicio con la opción de mantener la unidad del Perú, por la cual se pronunciaron entonces al menos dos diputados.
Los ejercicios de historia contrafactual no solo tienen el propósito de entretener, sino de contribuir a una mejor comprensión del presente planteando una hipótesis que en algún momento fue posible, e imaginando adónde hubiera llevado ese pequeño cambio para compararlo con el desenvolvimiento histórico efectivo. Las opciones de que las provincias que llamaban del Alto Perú se mantuvieran con Argentina o con el Perú estuvieron en la mesa de la Asamblea. Ambas tenían además un largo pasado, ya que nuestro territorio fue parte de los Virreynatos de Lima y de Buenos Aires en distintos momentos.
Acá plantearemos otro contrafactual, que pudo ser más probable e incluso útil: el de la República de Charcas.
Como es bien conocido, la decisión de conformar una república estaba bastante avanzada en 1825 y tenía como referente institucional y territorial a la Audiencia de Charcas, creada en 1559 por lo que, para entonces, ya tenía 266 años de existencia. También se sabe que el nombre de la república surgió de la necesidad de halagar la vanidad de los generales Bolívar y Sucre para que aceptaran la decisión de la Asamblea. Ellos se oponían a la creación de “otra república más” y estaban al mando de un fuerte ejército; mientras que los diputados solo podían contar con unas milicias pequeñas y mal armadas que apenas habían logrado controlar las llamadas republiquetas, sitios aislados y remotos de escasa relevancia económica o política.
La astucia de los diputados resultó muy eficaz. Sucre primero y Bolívar, después, se rindieron a los halagos, los aceptaron encantados y los disfrutaron tanto que terminaron declarándose “protectores” de la nueva república, “la hija predilecta”.
Han pasado dos siglos desde entonces y las consecuencias de aquel gesto han sido poco analizadas, salvo en su efecto positivo inmediato. Muy pocas veces se han considerado los costos de dicha nominación, que han resultado elevados. Para empezar, proyectan la imagen de un país incapaz de haber logrado la Independencia por sí mismo, pues tuvieron que llegar dos salvadores del exterior para lograrlo.
Todos los demás participantes quedaron opacados frente a ellos, sobre todo porque, a partir de ese momento, se estableció un culto casi religioso de sus figuras, que terminó por convencernos de que, efectivamente, “nos dieron la libertad”. Oficinas y escuelas se llenaron de sus retratos y los textos, de sus hazañas. Durante años se celebraron sus aniversarios de nacimiento como fiestas cívicas y nuestra identidad nacional quedó grabada con esa imagen de dependencia histórica, reiterada cada vez que se menciona a la república o a su capital.
Por si eso fuera poco, no faltaron desde entonces los imitadores: militares audaces que se sacrifican para salvar a la patria, seguros de que basta un golpe de fuerza para someter a las instituciones y agregar su retrato al santoral republicano. Así pues, puede decirse que la Asamblea que fundó la república también fundó el caudillismo militar.
¿Pudieron los halagos de 1825 haber sido más modestos o menos duraderos? ¿Qué hubiera sucedido en ese caso? Completo la hipótesis: ¿y si la Asamblea hubiera rescatado el nombre más antiguo, para llamarla República de Charcas?
Aunque esa palabra, posiblemente designaba inicialmente a un grupo étnico a un reino nativo en la zona donde se fundó la Villa de la Plata (1538), fue utilizada en varios documentos para designar toda el área comprendida entre el Desaguadero y las selvas. Así quedó finalmente institucionalizada en las Reales Cédulas que crearon la jurisdicción para una Audiencia que habría de resolver pleitos y litigios, y supervisar el cumplimiento de la ley.
Esa jurisdicción abarcaba toda el área de expansión castellana, desde la cordillera hacia el este, y llegaba por el sur hasta el pequeño puerto de Buenos Aires. A medida que esta parte de la América se fue poblando con ciudades, villas y aldeas, y se multiplicaban minas y talleres, también fueron creándose instituciones que redujeron la jurisdicción de la Audiencia de Charcas hasta lo que terminó siendo nuestro país. Los límites no eran del todo precisos, lo cual es comprensible dadas las limitaciones del conocimiento geográfico y del control estatal de los territorios. Pero ahí estaban y fueron la base de toda negociación con las repúblicas vecinas. Bolivia es una continuación histórica de Charcas.
Si se hubiera conservado ese nombre para la República no solamente se habría enviado la estratagema de los doctores chuquisaqueños al cajón de las anécdotas, nos habríamos librado del culto a los caudillos que tanto daño nos ha hecho, y habríamos dado mayor visibilidad a quienes contribuyeron a crear patria antes y después de 1825, desde Juan de Matienzo hasta Vicente Pazos Kanki, pasando por Fray Domingo de Santo Tomás.
Nuestra identidad nacional habría sido más compleja y rica, pues nuestra historia documentada no comenzaría hace 200, sino al menos hace 466 años. Claro, los historiadores tendrían que trabajar más arduamente, pero nosotros tendríamos una perspectiva más profunda y, sin duda, más grande respecto a nosotros mismos.
En vez de olvidar ese pasado con el recurso simple de ponerle el velo negro del desprecio a una controversial integración al reino de Castilla, reconoceríamos el significado de la fundación de ciudades, la construcción de catedrales, la instalación de colegios mayores y universidades y, sobre todo, la manera en que se aplicaron leyes y funcionaron instituciones cuando formamos parte de un imperio transcontinental.
Hablaríamos del período de la Audiencia y del periodo de la República y trataríamos de comprender cómo pudo funcionar un gobierno colegiado de juristas sin el apoyo de un ejército que llenara de cuarteles las ciudades; o cómo pudieron conservarse lenguajes y tradiciones de pueblos nativos tan diversos, como los de Tarabuco y Tiahuanacu, o de Raqaypampa y Achacachi. O lo que significaron las misiones jesuíticas y franciscanas para la integración civilizatoria y el freno a la expansión del esclavismo portugués. Tendríamos también una percepción más precisa y digna de las comunidades indígenas y su extraordinaria habilidad para negociar por sus derechos y adaptar tecnologías.
Tal vez algunas instituciones habrían continuado evolucionando de acuerdo al desarrollo, y es posible que las élites locales, que tomaron el poder en 1825, hubieran refrenado sus ambiciones de controlar tierras y gente, alentadas por la idea de que podían refundarlo todo y comenzar de cero, improvisando leyes y copiando códigos o gobernando a caballo. Podrían haber sido más respetuosas de los derechos indígenas y tal vez habría sido más fácil reconocer nuestra hermandad histórica con los vecinos.
La República de Charcas es un ejercicio de la imaginación, pero no es un contrafactual tan imposible.
Roberto Laserna es investigador social de CERES.