Definamos al racismo como una predisposición –creencia y actitud– a inferiorizar y rechazar a las personas que, por determinadas características corporales y culturales, han sido consideradas indígenas. Se trata entonces, por definición, de un relación social. Solo hay “racismo” en la interacción de dos o más personas. Y así como el racismo se halla activo en una de ellas, está interiorizado –como “know how” de supervivencia– en la otra, en la víctima. Planteado de este modo, ¿quién puede dudar que el racismo sea un “hecho social” en el sentido de Durkheim, es decir, una predisposición a actuar que trasciende al individuo, una tendencia que se genera históricamente y se impregna en las conductas del presente a través de la socialización?
El racista es el polo activo del racismo, pero no necesariamente el polo consciente. Dicho de otro modo, en muchos casos el racismo es una creencia y una actitud inconscientes. Los racistas no se cuestionan su comportamiento, lo viven y practican como un automatismo adquirido en sus familias, colegios, círculos sociales, etc. En muchos casos pueden ser personas generosas e incluso bondadosas. Y sin embargo, sin pensar en ello, estas mismas personas que pagan bien al servicio doméstico o participan de obras de caridad inferiorizan y rechazan a los indígenas en el trato diario. Jamás los ven como parejas sexuales, por ejemplo. Este rasgo del racismo, ser en muchos casos inconsciente, bastaría para probar que se trata de un hecho de índole social y no personal.
A esto es a lo que se alude cuando se dice que el racismo es “estructural”. Ahora bien, que el racismo tenga este carácter no significa, obviamente, que también deba estar consagrado por las leyes. “Estructural” no significa “formal”. Más bien todo lo contrario, como todo el mundo sabe. Las leyes y las instituciones pueden ser formalmente igualitarias, al mismo tiempo que existen normas e instituciones informales antiigualitarias. En mi reciente libro “Racismo y poder en Bolivia” mostré que las normas e instituciones efectivas en Bolivia son otras y distintas que las establecidas en los códigos o reconocidas oficialmente. Mostré que en nuestra sociedad existen estímulos para que las personas desigualen las relaciones que formalmente deberían ser igualitarias. Así, estalla en medio de la calle el grito tradicional: “¡indio de mierda!”. O se impide que un hijo o hija enamore “con ese t’ara”. O se prohíbe la admisión del “masista” al club social. O se ejerce el sistema de vetos y regulaciones que excluyen a los indígenas y los obligan a “blanquearse”, este proceso tan perverso e injusto como “necesario” (en el sentido de “externo a la voluntad”).
Desigualar es un medio muy recurrido para adquirir o conservar un estatus elevado. Uno se hace apreciable despreciando a los demás. Entonces se basa en los recursos que tiene, entre ellos un fenotipo y una cultura que la sociedad (porque es una sociedad racista) reconoce como “superiores”, para arrebatar los derechos de los otros a ser tratados como iguales. Nada de esto puede considerarse puramente individual: es un comportamiento general que se manifiesta, como todos los hechos sociales, en incontables acciones individuales.
Aunque todos estemos metidos en el mismo entramado, ¿existen responsabilidades individuales diferentes? Por supuesto. Desde el punto de vista ético no es lo mismo ser racista involuntario y arrepentido que racista descarnado y cruel, ser negacionista ocasional que defensor condecorado de la élite racista, etc. Hay un racismo que podemos llamar “espontáneo”: la creencia y la actitud inconscientes, tomadas del entorno social. Y hay un racismo consciente, expreso, orondo de sí mismo, fascista. Sin embargo, silenciar a los fascistas no acalla el racismo como tal. Y los fascistas son fuertes e impunes porque actúan en un entorno que corresponde grosso modo con sus creencias.
La lucha por tanto es muy compleja y difícil. El problema no puede resolverse en el nivel del corazón. Hay que derribar el entramado racista mismo, sus bases históricas –mediante la educación general y el empoderamiento indígena–, sus bases económicas –mediante una mayor y más justa distribución de las oportunidades económicas–, sus bases sociales o de estatus –mediante leyes antirracistas que prohíban la discriminación en todas sus formas, en particular en la educación de élite– y sus bases político-ideológicas –mediante un movimiento antirracista no partidista que no descanse hasta acorralar a los negacionistas–.
Fernando Molina es periodista