Pedro Portugal escribió un artículo contra el antirracismo. Sí, escuchó bien: no contra el racismo, sino contra el antirracismo, que consideró negativo si: a) responde a una ideología posmoderna, b) es parte de leyes y políticas públicas inútiles y c) es enarbolado por personas que pertenecen a los grupos sociales que tradicionalmente ejercen (y no son víctimas) del racismo. Portugal no explica ninguno de estos tres rechazos; solamente los dictamina.
Me dio curiosidad si este autor se habría explayado de igual manera contra el racismo. Así que revisé sus columnas en Página Siete desde fines de 2019 hasta ahora y... no, no encontré ninguna dedicada a denostar al racismo, pese a que 2020 fue un año en el que este se expresó ferozmente en la esfera pública. Portugal lo reconoce indirectamente cuando se queja del racismo del gobierno interino por haber provocado la recuperación política del MAS y, con ella, de la “ideología posmoderna” que el escritor indigenista aborrece más que nada en el mundo. La deplora porque exalta “la diferencia, no la igualdad” de los indígenas, como veremos más adelante, y porque en su mente está asociada a un conjunto de creencias laicas que postulan la autonomía de los seres humanos –y en particular de las mujeres– de la tradición sexual y de la Iglesia.
La crítica de Portugal a este pensamiento tiene un enfoque indudable, que es el cristiano. Él mismo rememora, en una de sus columnas, que en su juventud se lo consideraba un “marxista cristiano”. Posteriormente pasó al indianismo, pero siguió siendo un cuadro cristiano de esta corriente. Se sabe que el indianismo boliviano se conformó con aportes de dos fuentes: la izquierda y el cristianismo. En otra de sus columnas, Portugal lamenta que en la Colonia no se hubieran explorado las similitudes que supuestamente había entre la religión precolombina perdida y el catolicismo (similitudes que –como es su costumbre– no detalla). Sin duda piensa en algunas de naturaleza moral. Como es lógico, la moral de las sociedades premodernas tiende a parecerse; la única moral radicalmente diferente en la historia humana es la que trajo la modernidad, esto es, el humanismo, el secularismo.
Cuando Portugal asegura preferir, contra la diferenciación posmoderna de indígenas y “criollos”, la igualdad de estos, está pensando en la igualdad cristiana; una igualdad que no es un resultado de la lucha social, sino de la compasión y la hermandad. Por eso para él la descolonización (cf. “Descolonizar”, 1 de febrero de 2020) no tiene perdedores ni ganadores; los criollos también quieren descolonizar porque eso les serviría para viabilizar su propio futuro. Ergo, no hay colonialistas (ni racistas) que vencer; para Portugal, la igualdad étnico-racial y social se producirá de manera incruenta y consensual, como un ejercicio pedagógico.
Este tradicionalismo parece contrastar –y quizá por eso algunos inicialmente no querrán dar credibilidad a mis palabras– con la postura más conocida de Portugal. Este piensa, como todo el mundo sabe, que los indígenas actuales “tienen sed” de modernidad, en oposición a quienes, desde el MAS y el indianismo “posmoderno”, insisten en apuntalar la identidad indígena mediante la indicación de una fundamental diferencia cultural.
Ya se conocen las ideas que defiende, por ejemplo, Javier Medina, respecto a un Pensamiento de la Indianidad completamente opuesto al racionalismo occidental, lleno de saberes antiguos más valiosos, etc. Por supuesto, Portugal tiene razón al señalar que el indígena actual que no se opone de forma dominadora a la naturaleza, como en su momento lo hizo también el europeo, solamente existe en la imaginación antropológica; y que los indígenas “reales” también son, desde el punto de vista de sus objetivos y sus métodos económicos, seres modernos, capitalistas. Sin embargo, no piensa este fenómeno de manera crítica, se limita a oponer la realidad del mismo a ese imaginario utópico contra el que siente, ya lo sabemos, particular animadversión.
Simultáneamente, no admite que los procesos de modernización económica de los indígenas se basen en pautas culturales claramente diferenciadas de las “criollas”, como ha demostrado Nico Tassi en sus estudios sobre la economía popular/indígena de La Paz. Tassi prueba que la identidad tiene un importante papel económico, aunque no sea el concebido por Medina y otros “pachamamistas”.
En todo caso, la insistencia de Portugal en señalar la inclinación desarrollista de los indígenas, digamos que su realismo económico, de índole liberal, puede coexistir perfectamente con un fuerte conservadurismo político y moral. En realidad, las combinaciones de este tipo son las más frecuentes ahora en la política reaccionaria. Un sueño redundante de hoy es tratar de contener la dinámica capitalista dentro de sociedades tradicionales –a imagen (¿invertida?) del modelo chino–.
Puesto que Portugal cree que la descolonización no requiere de lucha, sino de compasión mutua, va a considerar cualquier hecho de afirmación de la identidad indígena como paternalista, artificioso y falso. Por tanto, rechazará todo proceso de “indigenización”, incluso el que generan los propios indígenas al adquirir conciencia de sí mismos y su situación racializada, y luchar por su liberación. El discurso de Portugal ya no concibe la emancipación indígena del colonialismo interno como una batalla política que remeza y transforme a la sociedad, y por eso se ha tornado funcional al status quo étnico-racial. Esta es la razón por la que es celebrado por la élite negacionista del racismo. Su argumentación contra las normas antirracistas, por ejemplo, sin duda debe de concitar una cálida y a la vez silenciosa corriente de aprobación en los círculos sociales ultramontanos.
El indianismo contemporáneo con potencial emancipador requiere establecer su propia y clara demarcación de este y otros discursos parecidos, si tiene algún interés en lograr, por medio del esclarecimiento teórico, una base real de acción política.
Fernando Molina es periodista