La “revolución democrática y cultural” del MAS no fue democrática, pero tampoco fue cultural, sino de una profunda raigambre anticultural por su vaciedad interior. Nada de cultura creativa en casi dos décadas de gobierno, solo puro y duro zapateo en cuanto acto oficial se levantaba y en cuanta fecha cívica se plantaba una tarima celebratoria. Hicieron uso y abuso del folclore hasta sobreexponerlo, devaluarlo y agotarlo como expresión tradicional (y traicionada al ser convertida en materia prima del gobierno masista, pero no en potencia indígena que exprese a través de la creación su ser). Algo así como disponer de un único toallero en una parada de buses.
El movimiento indígena tuvo su oportunidad para mostrar su valía y talento en todas las artes y en todos los campos del saber. Pero no mostró ni un relámpago en el firmamento artístico o un destello en el panorama científico. En lo único que destacaron fue en el desfile infinito de los dirigentes campesinos. Y de vuelta nuevamente al zapateo desenfrenado. Ni un poeta notable a la altura de Franz Tamayo o por lo menos una poesía memorable como “Las Khantutas”. O una novela de intachable factura indígena que dejé atrás Raza de bronce. O una cinta cinematográfica que supere a la “La nación clandestina” de Jorge Sanjinés, un cincel que siga la monumentalidad de Marina Núñez del Prado o cuando menos recree El Cristo Aymara de Cecilio Guzmán de Rojas. Pero tampoco. En su caso todo fue el run run de una calavera sin savia creativa.
Los presupuestos iban y venían. Todos convertidos en humo e incienso desperdigado en el olvido. O agua que se fue en un desierto que clamó por frutos que nunca nacieron ni flores que nunca germinaron. La ideología retiró al sótano de la Casa Grande del Pueblo a la cultura, y el folclore acabó a su vez orillando a la cultura. Y de coro ese palabrerío monofónico del vivir bien, y en el que se empozaron todas las autoridades que se dieron paso por el Ministerio de las inCulturas para convertirlo en un cajón de instrumentos, trajes típicos, micrófonos y parlantes, para salir a abrazar a las multitudes masistas en el júbilo total de morder sin templanza la manzana del poder.
Y elevado a viceministerio el tema de la despatriarcalización. ¿Qué se hizo porque en nuestra sociedad disminuyan los feminicidios y el maltrato a las mujeres? Las estadísticas son una afrenta a su existencia. ¿Y la tan mentada descolonización? Otra repartición convertida en una colonia de vividores y donde los mojigatos se disfrazaron de osados. Lo suyo fue un surrealismo malentendido, pues se presentó como la expresión automática de la política en una calle que se atestó de danzarines, serpentina y mixtura. Y así, sin apenas darnos cuenta, como ahogados por un suspiro contenido, de Gesta Bárbara pasamos a la bárbara gesta del Ministerio de las inCulturas.
Revoluciones. La revolución de 1952 fue un acontecimiento histórico que transformó el país, pero también parió cultura, una que se manifestó en un sinfín de “formas plásticas, como el dibujo, la escultura y el mural, evocando sucesos de la memoria y de la historia”. Abrió un nuevo universo simbólico y gestó artistas que destacaron fundamentalmente en el arte del mural, y a la par, se crearon una diversidad de instituciones culturales como museos, el Instituto Cinematográfico Nacional, el Centro de Investigaciones Arqueológicas en Tiahuanaco, el Instituto Nacional de Estudios Lingüísticos, la Academia Nacional de Ciencias, entre otras.
Pero la “revolución democrática y cultural” fue en lo cultural, infructuosa. No se atrevió a lo que toda revolución cultural debe atreverse: a mudar el fondo y la forma de la cultura heredada. A ir más allá de sí y hacerlo de nuevas y sorprendentes maneras. Un movimiento que reivindicó para sí el apelativo de revolución y, además, cultural debió ser Dadá: criticar los cánones con fuerza cañonera, pero ser a la vez destrucción creativa, no solo derrumbar las catedrales levantadas, sino que, sobre sus cimientos, con sus piedras y sus lienzos, sus goznes y aldabas, levantar otras nuevas y más majestuosas, para derruirlas nuevamente al fogonazo de una sensibilidad desbordante. Ser tan profunda que inclusive atente contra sí misma en tanto canon nuevo, para ofrendarse a la creación crítica perpetua, porque lo suyo, como el dadaísmo, debió ser el del “Mimportacarajismo”. El aliento de persistir en “la continua contradicción” y en el proceso de dar ser a lo innombrado.
Nada de esto sucedió, más bien la revolución del MAS, frente a la revolución del MNR, en el campo cultural, resulta siendo de una franca inferioridad y de una esterilidad pasmosa. En verdad habría decir que instaló una infracultura: no representa el reconocimiento genuino del pueblo, sus costumbres, mitos y tradiciones, y el afán tenaz por abrirlos al encuentro de los otros, lo Otro y lo universal, sino los enfangó y embozó, sin escape posible, entre la danza y la banda atronadora. Esta “revolución democrática y cultural” significó un espasmo estéril, pues se puso al servicio del poder y de su celebración con bombos y platillos. Allí plantaron el Tótem y dan vueltas, una y otra vez, a su alrededor, para el goce y el aplauso de la platea política.
El paraíso de las naderías. El Ministerio de inCulturas es exactamente esto: ganar sueldo para producir exactamente nada, o más bien solo para reproducir el poder masista. Un Todopoderoso presupuesto que acaba en una nadería total: no generó ni siquiera, como utilidad marginal, un poeta renombrado, un músico aclamado, una rima memorable, una cantata con las 36 voces de los pueblos indígenas, una escuelita de Fráncfort, un manifiesto –así sea de alasita– descolonizador (la Editorial del Estado Plurinacional de Bolivia apenas publica espejitos ideológicos que presenta en una Cuba hundida en el oscurantismo). Pero nada. Así los revolucionarios acabaron siendo reaccionarios culturales. Meros funcionarios sin mayor función que levantar tarimas y tinglados al poder radicado en la otra esquina de la Plaza Murillo –tablados donde los Kjarkas vendieron y enviaron su música al diablo–.
Tanto hablar de manera rimbombante de la despatriarcalización y ni siquiera un verso que se compare con el poema “Nacer hombre” de Adela Zamudio. Todo resultó siendo un blef, y a seguir desgranando la mazorca de las naderías. Aunque no seamos ciegos ni injustos, el MAS en el campo cultural creó una nueva corriente in-cultural, sin estilo ni brocados, pura y monumental como el brutalismo: el arte de pasar los días acurrucados en la insoportable levedad de la nada. Olvidaron que algo nace, viene a la vida, porque se golpea sobre el silencio para obtener una sinfonía, una obra teatral o Estancias de José Eduardo Guerra como respuesta.
Lo más triste de este panorama yermo, el mundo artístico quedó apoltronado en el silencio de la complicidad. Ni un grito, ni un alarido, ni un suspiro público frente a esta herrumbe cultural. ¿Y qué dijeron los marxistas? Desde uno de sus conceptos más caros, la mistificación, se pudo analizar mucho, decir, por ejemplo, la cultura está callada y tiritan de frío los astros a lo lejos, mientras para los azules, la noche está estrellada. ¿Y los posmodernos? También callan en el relativismo del gato por liebre, mucho pudieron deconstruir, por ejemplo, acercar su mirada, buscar su corazón y sentir que la cultura no está consigo. Que la convirtieron en un significante vacío. ¿Y los culturalistas? No pudieron escribir sobre el texto blanco, por ejemplo, que, si bien la tuvieron entre sus brazos, su alma no se contenta con haberla perdido. Y escribir uno de los versos más tristes en este eclipse cultural. Finalmente, ¿los decoloniales? Pudieron arrimar su hermenéutica pesada para denunciar la colonización artera de la cultura por la política… pero el suyo resultó siendo el silencio de los muertos.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos los artistas de hoy, en cuanto a voz crítica, ya no son los mismos. Sus ojos infinitos, pero sobre todo su voz, claro. Y parece que esta afrenta cultural (en toda regla) no será el último dolor que ello les causa y el último silencio que guardan. ¿Acaso sienten que todo está perdido? ¿O es tan largo el olvido?
¿Qué hizo el MAS con las culturas indígenas? Para empezar, las múltiples identidades de los indígenas quedaron reducidas a una sola. Y esa sola fue encerrada, politizada y movilizada hasta el hartazgo. La política cultural de los sucesivos gobiernos del MAS fue el laissez faire, laissez passer cultural: dejar hacer, dejar pasar. No aportar nada, consagrarse al statu quo cultural. De esta manera, petrificaron lo indígena en lo absorción de lo dado. Lo conservaron y así lo nulificaron. Tarea cruel, casi policiaca, pues la cultura indígena acabó en un encierro y esterilidad de dos décadas oscurantistas.
A los indígenas les cerraron el paso del estrecho de Behring hacia la humanidad, la universalidad y la trascendencia. El MAS culturalmente hablando representa para ellos el Gran Retroceso; porque la cultura es Heráclito: un permanente fluir en el río del tiempo hacia un nuevo horizonte que despunta desde el alma eterna del ser humano. En su caso, no hubo liberación cognitiva, sino y una vez más, acarreo de indígenas de aquí para allá. De los desfiles a las concentraciones y de las concentraciones a las aclamaciones.
El Ministerio de las inCulturas cayó preso de la rabia antielistista, sin comprender que el trabajo cultural, genuinamente creativo, es elitista por excelencia; porque la cultura-creativa, no resulta ni resuma la traspiración de las multitudes, sino la inspiración de esos pocos que abren mundos de significados a las masas. Y pare individualidades portentosas, como lo fue en el ´52, el pincel, la brocha y la argamasa de Solón Romero en el muralismo.
Si comparamos el movimiento indígena con el movimiento feminista contemporáneo, salta a la vista la diferencia, el continente y los contenidos que Bolivia se hubiera perdido al mantener sumergido a ese iceberg portentoso de mujeres. De seguir en las profundidades gélidas de la exclusión nos hubiéramos perdido el humanismo de Ana María Romero de Campero, el fueguito dorado de Matilde Casazola, la penetración sicológica de Margaret Hurtado, el filo feminista de María Galindo, la pluma camaleónica de Giovanna Rivero, la perspectiva histórica de Rossana Barragán, la mirada sociológica de Silvia Rivera, el dato económico de Amparo Ballivián, la visión jurídica de Gisela Derpic, el diseño preciosista de Liliana Castellanos, el análisis político de María Teresa Zegada. Y ellas suman y siguen, día a día, formando un arco iris refulgente e indulgente con la mediocridad.
Mediocridad del alma fue la del MAS y su
expresión más palpable el Ministerio de las inCulturas. Sus autoridades y
funcionarios no promovieron la creación de ninguna índole, ni siquiera con luna
llena y bajo la luz mortecina de la Plaza Murillo. Descolonización, hay que dejarla
caminar para saber de qué lado cojea. Ahora lo sabemos, del Estado. La
descolonización consistió en una recolocación sociológica en el Estado, y
ponerlo del lado de la vulgaridad. Lastrar la cultura como excelencia y
virtuosismo, para acabar en un revuelto de ramplonería, molicie y fanfarria.
Esta vez el movimiento indígena está en deuda consigo mismo y con el país. Y
ese ministerio, o se cierra o se reinventa.
César Rojas Ríos es comunicador social y sociólogo.