En días que parecen años, hemos pasado de la euforia y el alivio a la angustia y la zozobra y de regreso al alivio. Y seguirá sucediendo, pues el fin de este ciclo es un movimiento tectónico que aún tendrá réplicas. La era de Evo fue una paz basada en su completa hegemonía, la Pax Evista. Su ausencia ha vuelto a revelar las fracturas —étnicas, sociales, geográficas— de nuestra sociedad.
La Pax Evista tiene peculiares características, claramente identificables: una narrativa maniquea, simple y repetitiva: unos bolivianos son los legítimos representantes del pueblo y los otros son vendepatrias. Los unos son pobres, indígenas e izquierdistas. Los otros son ricos, racistas y derechistas. Evo es el presidente y representante de los primeros solamente. Los otros son el enemigo.
Si pareciera que Evo tuvo una extraña manera de llamar a la paz, es porque proviene de la cultura del conflicto. Ni el diálogo ni la paz están en su genética política excepto, tal vez, para sus incondicionales. Eso de “provenimos de la cultura del diálogo” es eslogan vacío, como su inexistente adscripción a la Pachamama o a la democracia, tal como la entendemos. Sus tres gestiones se basaron en la cultura (de “cultivar”) del conflicto y de la acentuación de las diferencias entre clases, entre etnias, entre sexos, entre bolivianos.
El 11 de noviembre, tras esa terrible noche, Evo tuiteó un mensaje esperanzador: “Pido a mi pueblo con mucho cariño y respeto cuidar la paz, y no caer en la violencia de grupos que buscan destruir el Estado de Derecho. No podemos enfrentarnos entre hermanos bolivianos. Hago un llamado urgente a resolver cualquier diferencia con el diálogo y la concertación”.
Pero, con minutos de diferencia, 18 de sus siguientes 20 tuits son acusaciones, recriminaciones y señalamiento de culpables y enemigos, siempre con el leit motiv del racismo. Su efímero llamado a la paz quedaba sepultado por una avalancha de mensajes de odio. Fiel a su historial, echaba sal en la herida: había sido derrocado por la “derecha golpista, racista y vendepatria” por ser él indígena, “pobre” e izquierdista.
La violencia continuó a tal punto que un miembro prominente del MAS; el exsenador Adolfo Mendoza Leigue, tuiteó el mismo 11: “Pido a @evoespueblo que insista en convocar al pueblo a no enfrentarse entre hermanos(as) y alejar el fantasma de una guerra civil en #Bolivia. Nada, ni siquiera estar contra de un golpe de Estado, justifica el dolor de la gente y de la Patria”. Razonable, humano, patriota, conciliador.
Pero para qué. Casi 14 años de repetición ad nauseam de que es racista oponerse a cualquier designio de Morales o su partido son un flaco cimiento de pacificación. La paz, entendida como imperativo de vivir juntos sin que alguien ahonde las diferencias, simplemente no está en el chip de Morales. Es una inexistencia, tal como intentar ver con los codos.
Evo pudo, pero nunca fue y quizá nunca quiso ser el presidente de todos los bolivianos. Más bien cultivó la animosidad de aquellos a quienes él definió como enemigos, porque su forma de medrar en política exige la existencia de un “enemigo” que conspira, a pesar de que no conspire y que probablemente ni siquiera exista.
¿Destruyó ello la fibra social boliviana? En casi 14 años, sin duda la dañó, como nos lo demuestran estas noches terribles.
A continuación, todos los bolivianos necesitaremos construir una percepción positiva de nuestras otredades. Sin triunfalismos banales, que no se pierdan las lecciones importantísimas de este noviembre boliviano.
Robert Brockmann es periodista y escritor.