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18/12/2023
La aguja digital

El feminicidio no frena

Patricia Flores
Patricia Flores

La madrugada del 19 de agosto de 2015 Andrea Aramayo fue atropellada por William Kushner. Andrea tenía sólo 27 años y dejó en la orfandad a una niña de ocho años. La tragedia golpeó a su mamá, Helen Álvarez, destacada periodista y activista por los derechos de las mujeres, que desde entonces emprendió una conmovedora travesía de largos ocho años en la incansable búsqueda de justicia.

Este fue el primer caso en Bolivia en el que la justicia utilizó una pericia de antropología Forense que demostró con absoluta certeza el grado en el cual el victimador generaba violencia por su condición económica. Gracias también a una pericia de física se demostró que es imposible caminar al lado de un vehículo y caer debajo del mismo en movimiento, evidenciando que el victimador embistió con su vehículo a Andrea, pasó sobre su rodilla, brazo y cabeza provocando muerte cerebral instantánea. No frenó tal como lo reflejan los extensos expedientes del caso, llevados adelante por la abogada Paola Barriga.

Kushner fue encontrado culpable de feminicidio en septiembre de 2020 tras cinco años de juicio. Eximirlo de responsabilidad es absolutamente devastador porque se envía a la sociedad boliviana el mensaje que la violencia machista no es un problema grave y que los hombres que matan a mujeres pueden ser inocentes, más aún cuando el feminicidio registra los más altos índices de la región y del mundo.

Un informe de la ONU, basado en datos de la Cepal, señala que en Bolivia se registra un promedio de dos mujeres víctimas de feminicidio diariamente, situándolo en el primer lugar en Sudamérica y cuarto en Latinoamérica con un índice del 2,1%. Cada tres días, una mujer es asesinada por su pareja, dejando tras de sí familias destruidas.

Esta dolorosa realidad convierte a las mujeres en estadísticas que etiquetan al país como un Estado feminicida, un genocidio silencioso. Las principales víctimas, mujeres jóvenes de 18 a 35 años, han tenido una relación de pareja con el agresor, lo que constituye un atentado contra los derechos humanos, violando el derecho a la vida, la integridad física y la igualdad.

La lucha por la justicia enfrenta el menosprecio hacia la vida de las mujeres que permea la sociedad boliviana, revelando un profundo odio fundamentado en la consideración de inferioridad atribuida a nosotras como si fuéramos seres de menor valía.

Basándonos en los aportes de Rita Segatto, las familias de las víctimas transitan por los intrincados caminos de la justicia, donde cada muerte, cada feminicidio se examina desde una perspectiva punitiva dirigida hacia las mujeres. En este proceso, se distorsionan y subvierten varios principios fundamentales, como el principio de la culpabilidad, en el que la víctima es constantemente culpabilizada y responsabilizada de su propia muerte, minimizando así la gravedad de la violencia y evidenciando patrones arraigados de estereotipos de género.

Este enfoque perverso distorsiona también el principio de proporcionalidad al minimizar los hechos y reducir la culpabilidad del agresor. Andrea sólo fue atropellada aunque se esgriman argumentos cómo “fue ella quien lo buscó en el pub, fue ella la que se agarró de las ventanas del vehículo y al caer debajo se lesiona la cabeza provocando su muerte”, pasando por alto las lesiones graves y la magnitud desgarradora de los hechos.

Cada feminicidio está impregnado de dimensiones expresivas que llevan consigo significados simbólicos profundamente macabros. Los agresores, al perpetrar estos actos, exhiben no solo violencia física, sino también manifestaciones de su poder y masculinidad ante sus fraternidades ancestrales. Cuando este poder se traduce en acciones concretas, los miembros de la fraternidad, ya sea de manera explícita o implícita, encubren y respaldan estas acciones. Entramados que revelan la complejidad de las dinámicas sociales y culturales intrínsecas a la violencia de género.

La muerte de Andrea no es un hecho aislado, sintetiza la muerte de cada una de las mujeres bolivianas que todavía siguen clamando por justicia, cada una devela la dimensión política de la muerte de mujeres como una expresión de la violencia machista, por ello se menosprecia sus vidas y naturalmente se desprecia su muerte, así como las miles de luchas de familias en busca de justicia.

Las narrativas mediáticas sobre la violencia contra las mujeres y los feminicidios forman también parte también de este entramado, amplificando el efecto mimético devastador. La justificación del agresor en los medios abre compuertas que pueden inspirar la peligrosa imitación de comportamientos violentos por otras personas, contribuyendo peligrosamente a la normalización de la violencia machista y aumentando el riesgo de episodios similares. El trabajo reciente de Danú Contijo ejemplifica cómo la cobertura mediática de los feminicidios puede contribuir a la normalización de la violencia machista y aumentar el riesgo de replicar episodios similares.

Desde una perspectiva ética de la información y la comunicación resulta imperativo abogar enérgicamente por la condena de la violencia machista y, al mismo tiempo, rechazar cualquier intento de justificación hacia los agresores, es imprescindible que apostemos por la defensa de la vida, por la protección de los derechos humanos, para prevenir la repetición de crímenes feminicidas contra las mujeres.

 A diciembre de este año Bolivia registra 80 feminicidios. Cada muerte es la máxima tragedia y por ello mientras tenga voz continuaré clamando por un futuro donde todas las mujeres vivan libres de violencia y sin temor por el simple hecho de ser mujeres. Evidentemente, el mundo no está en peligro por las personas que tienen maldad en el corazón, sino por aquellas que permiten la maldad extrema traducida en feminicidio.

Patricia Flores Palacios es comunicadora y feminista queer.



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